Una historia de silencios

Una historia de silencios
Por:
  • bruno_h._piche

para David Rieff

Hace otra vida —comienzan a cansarme mis otras vidas, quizá con una sobra y basta—, hace otro siglo, de hecho, en una librería de Chicago que ya no existe, me hice de un ejemplar de Los anillos de Saturno, publicado por New Directions, sin haber leído un ensayo de Susan Sontag acerca de su autor en un número del Times Literary Suplement y que aterrizó en forma de elogio definitivo, aplicable a todos sus libros. De ahí la importancia de aquel par de preguntas acerca de un extraño y escurridizo creador: “¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje ficticio a quien el escritor ha prestado su nombre y elementos escogidos de su biografía?”.

Sin tener idea de lo uno ni lo otro, ahí estaba yo, parado y hojeando un libro que a todas luces no era estrictamente de ficción y cuyo arranque es, sin importar el género, imbatible:

En agosto de 1992, cuando los días de perro se acercaban a su fin, emprendí un recorrido a pie por el condado de Suffolk, con la esperanza de ahuyentar el vacío que se apodera de mí cada vez que he concluido un buen tramo de trabajo. Y, de hecho, mi deseo se cumplió hasta cierto punto, en tanto raras veces me he sentido liberado como en esa ocasión, caminando horas del día a través del poco poblado campo, el cual se estrecha del interior hacia la costa.

El resto de la historia lo conocemos todos. Sebald fue, diría yo, un escritor emblemático, bisagra si se quiere, del cambio de siglo y de la aceptación creciente de las formas del mestizaje literario entre el gran público —tengo entendido que a cierta crítica cegatona el tema todavía le provoca achaques intestinales. Se tradujo, leyó y comentó por todas partes, y por todas partes ha caído un poco en el olvido. Es normal, no es un escritor fácil: no es ameno.

Sirva este decurso para ingresar a los terrenos de una escritora a quien no seré yo quien califique de sebaldiana, pero cuya prosa encaja perfecto entre aquellas dos viejas preguntas explosivas de la Sontag.

Me refiero a Cristina Fallarás, nacida en Zaragoza, autora de Honrarás a tu padre y a tu madre (Anagrama, 2018), una narración que atraviesa a ras, sin mayores artilugios que una prosa precisa, cero adornos, estilo punzante, el campo de la autobiografía —¿es ella la narradora o un personaje ficticio que ha prestado su nombre y toma episodios de su propia vida?

"Es una narración que atraviesa a ras, sin mayores artilugios que una prosa precisa,  la autobiografía".

Es obvio que no estamos frente a una novela, así Eduardo Vázquez Montalbán, amigo entusiasta, le pidiera repetidamente que escribiera una. En más de una ocasión, Fallarás confesó que le resultaba imposible tomar la historia de sus ancestros, el nieto y bisnietos del mítico prócer y presidente de la patria mexicana, don Benito Juárez, exiliados en España, y escribir una repugnante novela histórica. La escritora, hay que decirlo, es más bien conocida en los circuitos de novela negra, pero intuyo que la crónica del desalojo que sufrió y que publicó en 2013, A la puta calle, la dejó no menos desahuciada de los bártulos inservibles para reconstruir la historia del dandi y expatriado porfiriano que fue Delfín Sánchez Juárez y su hermana Cristina, nietos de Benito Juárez. Aborda el azaroso pero definitivo encuentro de Delfín con la francesa Sophie Larqué, a quien conoció en Pau hacia 1913 y con quien tuvo dos hijos, los bisnietos del Benemérito de las Américas: Delfín, quien se esfumará de la faz de la Tierra llegada la Guerra Civil, y su hermano mayor Pablo Sánchez (Juárez) Larqué, quien abrazó y vivió como propio el grito de ¡Viva la muerte! el resto de sus días, desde sus inicios como alférez de las fuerzas franquistas hasta alcanzar el grado de coronel y pegarse un tiro en pleno rostro en Zaragoza, la ciudad de su segunda mujer, la tétrica Jefa María José Íñigo Blázquez.

Digo desahuciada para referirme a la forma en que Cristina Fallarás tuvo que enfrentarse para contar su historia, una que la escritora llama de silencios, de cómo estos contagian, atraviesan generaciones y terminan por fermentar en un caldo espeso, pútrido:

No se puede contar lo que no existe. Nosotros, los vivos, solo tenemos pequeños huesecillos del esqueleto de la historia, de esta historia, y con ellos la construimos, evidentemente falsa. No cambia en absoluto lo que sucedió [...]

Pero el relato sí cambia, y eso, el relato, es lo único que nosotros tenemos.

O sea, nuestro propio relato. Nosotros somos el relato.

En su silencio largamente guardado, relato indescifrable hasta apropiarse del mismo, Cristina Fallarás pone a su abuelo, el entonces alférez Pablo Sánchez (Juárez) Larqué, el conocido mixteco navarro al que siempre, a pesar de sus dos metros de altura, distinguirán sus colegas franquistas por sus rasgos aindiados, frente a su otro abuelo, el miliciano republicano Félix Fallarás Motivol, fusilado por el primero en Torrero, un 5 de diciembre de 1936.

Narración que va y viene entre el urgente presente de Cristina Fallarás y el fardo del pasado, es decir, de la descendencia olvidada del Benemérito de las Américas en una España sumida en el infierno de la Guerra Civil y del franquismo, Honrarás a tu padre y a tu madre recuerda al lector que el relato tiene el atributo de cambiarnos, mientras que la historia acrítica y sus grandes personajes tienden a la petrificación. Sólo por eso no habría nada qué honrar en ella.