Los grandes proyectos de la izquierda latinoamericana en el siglo XX —la Revolución Mexicana, el varguismo y el peronismo, la Revolución Cubana, el gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende, la Revolución Sandinista—, dejaron un saldo geopolítico disparejo. Todos, de una u otra forma, aplicaron la doctrina realista de las relaciones internacionales e intentaron equilibrar la hegemonía de Estados Unidos, acercándose a otros poderes mundiales.
Con la Revolución Cubana, en el arranque de la Guerra Fría, aquel realismo fue rebasado por medio, ya no de una aproximación sino de una alianza orgánica con el bloque soviético, rival de Estados Unidos y las democracias occidentales. El socialismo cubano fue el único de aquellos proyectos que dio ese salto, ya que Allende y los sandinistas, por ejemplo, que llegaron al poder con la ayuda de Cuba, intentaron preservar una red internacional más amplia.
No quiere esto decir que Fidel Castro y el Gobierno cubano carecieran del realismo de los mexicanos, los chilenos y los nicaragüenses —el propio Castro recomendó a los sandinistas no “ir tan rápido”—. El proyecto cubano también fue realista, como evidencian sus entendimientos con el franquismo, la dictadura militar argentina o algún que otro gobierno neoliberal. Pero se trató de un realismo subordinado a la reproducción de un enclave ideológico.
En el nacionalismo revolucionario mexicano o en el populismo peronista argentino, los principios se subordinaban al interés nacional. Tras la expropiación petrolera de Shell y Standard Oil, Lázaro Cárdenas agenció la normalización diplomática con Gran Bretaña y Estados Unidos. En Cuba se eligió otro camino, el de la inscripción en la órbita adversaria. Allí el pragmatismo alentó la adaptación a los intereses de una comunidad específica, la URSS y los socialismos reales de Europa del Este, que no siempre respondían a las necesidades domésticas de Cuba.
En la primera década del siglo XXI, cuando los dos principales proyectos políticos de la izquierda, el de Hugo Chávez en Venezuela y el de Lula da Silva en Brasil, se perfilaron, volvió a reproducirse la tensión interna de la geopolítica regional. Chávez, de la mano de Castro, intentó conectar a los gobiernos del ALBA con una variopinta red contrahegemónica —Rusia, Irán, Libia, Corea del Norte…—, mientras Lula mantenía buenos vínculos con George W. Bush y Barack Obama e impulsaba los BRICS, tal vez la iniciativa más emblemática de la colaboración Sur-Sur en el siglo XXI.
El dilema de la geopolítica de la izquierda latinoamericana no es entre idealismo y realismo —los más ideológicos también son pragmáticos—, sino entre finalidades divergentes de la política exterior. La izquierda bolivariana ha construido redes internacionales para reproducir el autoritarismo doméstico y no para diversificar destinos comerciales o fuentes de inversión y crédito o para aprovechar los vínculos estratégicos con Europa y Asia.
rafael.rojas@3.80.3.65