Putin no ganó la guerra, pero ha ganado tiempo. Y, en política internacional, a veces eso es suficiente.
La próxima reunión entre Donald Trump y Vladimir Putin en Alaska, la primera cumbre de un presidente estadounidense con el líder ruso desde 2021 (medio año antes del inicio de la guerra), es mucho más que un gesto diplomático. Es la reivindicación de Putin como actor indispensable, apenas tres años después de haber violado abiertamente el derecho internacional con la invasión de Ucrania, una agresión que dejó escenas como la masacre de Bucha y que sigue bajo investigación por posibles crímenes de guerra y genocidio en la Corte Penal Internacional.
Trump ha insinuado que un acuerdo de paz podría incluir “intercambio de territorios”, abriendo la puerta a que Estados Unidos se sume al objetivo ruso de quedarse con parte de Ucrania. Para Kiev esto sería una derrota disfrazada de negociación. La sola idea de discutir la soberanía ucraniana sin Ucrania en la mesa revive un fantasma histórico: en 1994, Kiev entregó su arsenal nuclear a Rusia —pues tras el colapso de la Unión Soviética había terminado siendo un país con acceso a armas atómicas, lo que hubiera permitido su seguridad frente a los rusos— a cambio de garantías de integridad territorial, firmadas también por Rusia en una cumbre con Estados Unidos e Inglaterra. La historia demostró que esas promesas fueron papel mojado.

Importante reconocimiento a la SHCP
El mensaje que deja la cita que veremos esta semana en Alaska va más allá del conflicto ucraniano. Es un síntoma del cambio de era: los valores liberales y narrativa democrática que en teoría marcaron las últimas décadas están retrocediendo ante un pragmatismo crudo. Hoy, se negocia con quien avasalla fronteras e impone su ley personal por sobre el orden legal, se normaliza la presidencia con reelección indefinida en El Salvador, se tolera la guerra sin reglas mínimas en Gaza y se asume como irreversible el despojo iniciado con Crimea.
Putin llega a Alaska tras años de aislamiento de la mayoría de líderes occidentales, pero con el control total de la sociedad rusa y una economía que, aunque golpeada por sanciones, sigue financiando la guerra. Trump, por su parte, busca cumplir su promesa de campaña de acabar el conflicto “en 24 horas”, pero lo hace reduciendo el respaldo a Ucrania, trasladando el peso financiero a Europa e intercambiando territorio de otros como si fuera propio.
En este tablero, las piezas se mueven no sólo por la fuerza militar, sino por la narrativa: el mero hecho de que Putin se siente frente a Trump, sin condiciones previas y con la posibilidad de discutir la partición de Ucrania, envía una señal poderosa a otros actores autoritarios. La lección es clara: resistir y sostener un régimen autoritario puede incluso costar miles de vidas por la represión y el aplastamiento de los derechos de sus sociedades, pero sobrevivir al aislamiento y mantenerse firme en el poder puede, con el tiempo, devolver el lugar en la mesa global. Y esa mesa, hoy, ya no es la de un orden basado en ciertas garantías mínimas de un derecho internacional medianamente ordenando con instituciones multilaterales, sino la de un mundo donde el precio de la paz puede ser la legalización de la conquista y la impunidad.

