Vientos de cambio

Vientos de cambio
Por:
  • armando_chaguaceda

Hace 30 años, integrarse en eso que llamamos “Occidente” —sociedades abiertas con economías de mercado y democracias pluralistas— marcó la pauta del cambio global. Este proceso se asumió de forma distinta y no lineal, en las grandes regiones ajenas a aquella zona sociocultural.

Para los pueblos de Europa del Este, liberados de la tutela de Moscú, se trató de una occidentalización tout court, favorecida por la cercanía con la Unión Europea y los nexos demográficos y culturales entre ambos segmentos del Viejo Continente. Sin embargo, el auge de los populismos antiliberales y xenófobos en países como Hungría y Polonia parece dar hoy al traste con aquel espíritu de época, marcado en nuestro recuerdo por las canciones “Go West” y “Wind of Change”.

Por su parte Rusia, heredera de la derrotada URSS, mimetizó en su transición algunos elementos formales del modelo liberal. Erigió una economía de mercado, aunque oligarquizada, dependiente del Estado y de los recursos naturales. Instauró elecciones, partidos y Parlamento, sin abandonar las prácticas autoritaria y el liderazgo personalista. La llegada de V. Putin, con la creciente confrontación con Occidente, ha incrementado las diferencias bajo un esquema de formal anatomía democrática y real fisiología autoritaria. Hoy el Kremlin encabeza, en todo el orbe y con bastante éxito, una cruzada geopolítica y cultural de marcado signo antiliberal.

China, en su sui géneris mutación al capitalismo de Estado, mantuvo la centralidad monopólica del Partido Comunista, experimentando apenas con un liderazgo colectivo —hoy revertido— dentro de su cúpula. Tras reprimir violentamente la primavera democrática de 1989 en Tiananmén, Beijing se enfrascó en un proceso inédito de reforma y expansión económicas, que le ha convertido en la segunda potencia económica y tecnológica global, con expectativas de alcanzar el primer puesto —superando a EU— en muy pocos años. El siglo XXI tendrá, salvo imprevistos, un marcado sabor chino.

Ivan Krastev y Stephen Holmes abordan estos procesos en La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz (Debate, 2019). Su tesis es que al devenir triunfantes, las democracias liberales perdieron la capacidad de autocrítica. Por lo cual entraron en una especie de arrogancia imperial, que incapacitó a sus dirigentes e intelectuales para imaginar formas de autocorrección propia y de competencia con modelos alternativos. La narrativa es seductora, al apuntar al dogmatismo de algunos liberales. La crisis de 2008 y el auge populista de la década pasada refuerzan esa aseveración.

Pero el argumento también es debatible, al considerar simplemente como occidentales valores e instituciones que forman ya parte del patrimonio civilizatorio global. Las recientes protestas en Argelia, Sudán, Irán y Hong Kong revelan que los ideales libertarios no son privativos de Occidente. En todo caso, entraremos en una era de multipolarismo complejo, con potencias declinantes y otras revisionistas, acompañadas —y eso es antídoto para el pesimismo— de pueblos que luchan por esas mismas cosas que aquí consideramos dadas, inútiles y prescindibles. La luz, entonces, quizá no se apague: pasará a nuevas manos que la preserven y porten mejor que como lo hemos hecho nosotros en los últimos tiempos.