Armando Chaguaceda

La tragedia y la utopía

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda
Armando Chaguaceda
Por:

En Venezuela acaba de publicarse la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida1. Esfuerzo de varias instituciones, encabezadas por la jesuita Andrés Bello —equivalente venezolano de nuestra Universidad Iberoamericana—, la Encovi pone en perspectiva la crisis de aquella nación. Midiendo ingresos, viviendas, servicios básicos, empleo y asistencia escolar.

El país perdió en seis años el 70% de su PIB —produce hoy la misma cantidad de petróleo de 1929— convirtiéndose en el país más pobre y desigual del continente. Superando a Haití. Su población es 4 millones inferior a lo pronosticado para esta fecha. Hay menos nacimientos y mayor mortalidad, viejos que se quedan solos y una sangría de migrantes jóvenes.

Un 96% de la población sufre hoy pobreza por ingresos y 68% pobreza por consumo. Casi 44% de la población está en paro; mientras crece el empleo precario. Apenas 60% de la población escolarizada consigue asistir a clases; más de la mitad de los pobres no completan la secundaria. Los niveles de desnutrición afectan al 30% de los niños menores de 5 años; magnitud ésta comparable a la de Nigeria. Siete de cada diez hogares reportan inseguridad alimentaria. La reducción de la esperanza de vida —de 3.7 años en los nacidos entre 2015-2020— así como el aumento de la mortalidad infantil —26 por cada 1,000 habitantes— dejan secuelas irreversibles a largo plazo. Contrastemos los datos de Venezuela con los del resto del continente, incluidos sus otros aliados bolivarianos y aquellos que tuvieron gobiernos neoliberales, como México.

La academia latinoamericana es pródiga en críticas al legado neoliberal. Ciertamente, las promesas de crecimiento y derrama no se cumplieron; mientras la desigualdad aumentó en todo el continente. Sin embargo, buena parte de la intelectualidad regional, hegemónica en ciertas ciencias sociales y universidades públicas, omite aún la crítica al caso venezolano. El silencio y el susurro sustituyen al entusiasmo militante. Siendo el chavismo realmente existente el experimento puntero —por recursos financieros, proyección política y adhesión intelectual— de la llamada ola progresista, aquel silencio es injustificable.

En las redes latinoamericanistas abundan los simposios sobre las derechas neoconservadoras y el Consenso de Washington. Pero se habla poco de las izquierdas autoritarias y el Foro de Sao Paolo. Se condena a Bolsonaro con más fuerza que a Maduro, en vez de hacerlo con ambos. Los activistas asesinados por el paramilitarismo colombiano tienen preminencia sobre los indígenas masacrados por los guardias venezolanos. Semejante autocensura del llamado pensamiento crítico, otorga a las derechas buena parte de la crítica necesaria.

Si los argumentos clásicos de la izquierda son gobernar para los pobres, eliminar la corrupción y privilegiar la inclusión ¿qué justifica la invisibilización del desastre venezolano? Se trata de un país que dilapidó en una década más de un billón de dólares —en castellano, trillón en inglés— de renta petrolera. Su deterioro socioeconómico precede, en cuatro años, a las sanciones internacionales. Los moderados progresistas fueron purgados —reeditando la experiencia jacobina y bolchevique— por los duros autoritarios.

¿Por qué no tomar experiencias como la de Costa Rica o Uruguay, para defender que otro progresismo mejor es posible? ¿La utopía abstracta —en los acordes de nuestra vieja trova— admite enmascarar la tragedia concreta, a costa de quienes la sufren? ¿Reconocer esa historia no es un primer paso, justo y necesario, para evitar repetirla?