Silencio, fin de año

LAS CLAVES

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Fue la poeta Anise Koltz la que instauró el canto como rechazo a la algarabía, ya Samuel Beckett lo había previsto cuando nos dijo que “el silencio es nuestra lengua materna”. Necesitamos establecer un diálogo que brote del “habla de un ángel” como quería Gadamer. “Ay del amor antiguo y del silencio / ay del dolor que entre las piedras llora”, proclama la poeta Odette Alonso en su libro Lo que transcurre. Nos acercamos cada vez más a una luz tenebrosa que empaña la quietud: desertamos de la pausa del rezo y de la invocación de la llovizna. El grito acecha los esplendores de la música callada.

No soporto las campanadas ni los fuegos artificiales de las 12 de la noche del 31 de diciembre. Prefiero, en la hora final del año, refugiarme en el ascenso de una canción que busca la calma, elijo las entrañas de una estrofa humedecida en la penumbra del patio de la infancia: allí donde jugábamos en “las salas del polvo / suaves moviendo el torpe sueño de las cosas” (Eliseo Diego). Hay un cántico en los vestigios de ese lapso límpido que nos regalan los pájaros en su silencio fijo entre las nubes. Entro desnudo en la soledad “como el ojo en el perfil del pez” (J. Amada Hernández).

Yo era un niño: mi madre cantaba: “Silencio, que están durmiendo / Los nardos y las azucenas /No quiero que sepan mis penas / Porque si me ven llorando morirán”. Me iba al jardín del patio de la casa: era cierto, las flores estaban dormidas acompasadas por los murmullos de mi madre. Aprendí gracias a ese bolero de Rafael Hernández algo que después el poeta argentino Roberto Juarroz me subrayó: “La rosa es la más conmovedora victoria de un instante de perfección”.

Sí, es cierto: “Hay un suave murmullo / En el silencio de una noche azul / Son dos enamorados / Que, encantados, gozan del amor”, reza una balada bolereada de Electo Rosell. Recuerdo los besos que tantas veces robé a las muchachas en el Malecón de La Habana bajo los acordes de las olas del mar refugiadas en el crepúsculo fragante del final del día.

Tantas veces resguardado por César Vallejo: “Quién hace tanta bulla, y ni deja /testar las islas que van quedando”. Entraba el “salobre alcatraz” y yo intentaba el equilibrio entre “los más soberbios bemoles”. Con Trilce supe aquilatar el melódico silencio oculto en el “vientre de la sombra”.

Los vecinos del edificio donde vivo no saben de la serenidad. En la Noche Buena me endilgaron una tanda ultrajante, infame y alevosa de Bad Bunny, el 25 de diciembre me atacaron por la espalda con declarada insidia con los ‘corridos tumbados’ de un tal ‘Peso Pluma’. ¿Qué pude hacer? Busqué los libros de Pablo d’Ors, pero la algazara era tal que mis propósitos de iniciación contemplativa en los acasos navideños fueron vanas.

“Las cosas visibles son como recuerdos. Las cosas invisibles son como olvidos”. / Leo Fragmentos verticales acompañado de una sonata de Bach que el hambre de la tarde muerde. “Los sonidos se corrompen. ¿Habrá también una corrupción del silencio?” / Se borra mi impaciencia. Se borra la culpa. Las evocaciones se marchitan. La anochecida grita en el intento de dialogar con la irradiación. “A veces es mejor / no hablar sobre una cosa. / O decirla envuelta en el silencio”. Gracias, Juarroz.

Poesía vertical
Poesía verticalFoto: Especial

Poesía vertical

  • Autor: Roberto Juarroz
  • Editorial: Cátedra