Guillermo Hurtado

El alma de los libros

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Según las religiones animistas ,todas las cosas tienen un alma. Yo no abrazo esa doctrina pagana, pero he de confesar que, en ocasiones, pienso que los libros tienen una suerte de alma. No me quiero enredar en definir qué entiendo aquí por “el alma de los libros”, sería ocioso desgranar la metáfora en unos cuantos datos trillados, pero digamos, sin mayor esfuerzo, que por alma entiendo algo así como una personalidad, un carácter, una dignidad.

Cuando digo que los libros tienen un alma no me refiero a creaciones abstractas como Cien años de soledad o Pedro Páramo, sino a los ejemplares de aquellos títulos, es decir, a los objetos materiales hechos de papel, cartón, tinta y goma. De manera que, si hay un tiraje de mil ejemplares de una obra cualquiera, diríamos que hay “mil almitas” de cada uno de esos entes concretos.

Usé la palabra “almita” para referirme a los libros recién salidos de la imprenta que se exponen en las mesas de novedades de las librerías. Lo que quiero decir es que esos libros aún tienen poca personalidad, carácter, dignidad. En el caso de los libros nuevos es muy difícil distinguir “el alma” de un ejemplar de “las almas” de los demás ejemplares del mismo título. Son “almas nuevas”, sin ese trato con el mundo que va cambiando su condición de manera que vayan adquiriendo mayor individualidad.

¡Qué diferente es entrar en una librería de viejo! Lo que encontramos ahí son libros con “almas graves”, a veces hermosas, a veces melancólicas. A esos libros hay que tratarlos con cuidado, no sólo porque muchas veces están físicamente deteriorados, sino porque hay un algo en ellos que nos obliga a respetarlos.

Con el paso de los años, de las décadas, de los siglos, no hay dos ejemplares iguales de un mismo título. Cada libro adquiere una personalidad propia. Muchas veces su individualidad es resultado del trato con los seres humanos. Los lectores van dejando huellas en sus páginas, a veces con subrayados, con comentarios en los márgenes, pero, otras veces, con las manchas que sus dedos dejaron en sus cubiertas, con la manera en la que sus manos deformaron los pliegos. Incluso, los libros viejos que nunca han sido leídos, los que permanecen intonsos, adquieren una personalidad propia que puede resultar admirable. Como si fueran mujeres que se mantuvieron vírgenes, pero que han guardado su tesoro de una manera paciente, esos libros han transformado sus palabras en secretos que serán revelados al afortunado que sea capaz de desentrañarlos.

Los libros electrónicos, los que se leen en pantallas, no tienen “el alma” de los libros impresos: son como fantasmas que habitan nuestros dispositivos electrónicos, criaturas incorpóreas condenadas a vivir y a morir por la presión que ejercemos sobre un botón. Para tener un alma —lo sabemos— hay que tener un cuerpo material.