Guillermo Hurtado

La fortuna y el mérito

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
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La ciencia y la tecnología han cambiado nuestras vidas de maneras que, hasta hace muy poco, resultaban increíbles. Sin embargo, apuesto a que hay realidades que siguen y seguirán igual, por más progreso intelectual y material que alcancemos. Una de ellas es la norma de que nuestras vidas dependen de la caprichosa combinación entre la fortuna —quiero decir, la buena suerte— y el mérito.

El tema fue muy estudiado por los pensadores de la Antigüedad y del Barroco, pero en el siglo anterior dejó de resultar de interés para los filósofos, que se esforzaron en imaginar una sociedad en la que la justicia se encargaría de que imperara el mérito. Ahora, en el siglo XXI, sabemos que ese mundo resultó imposible.

Seguramente, estimado lector, usted ha conocido personas con muchos méritos pero con nada de fortuna y, a la inversa, personas con méritos nulos y suerte asombrosa. ¿Por qué no coinciden el mérito y la fortuna? ¿A qué veleidosa deidad hay que rogarle para que nos otorgue ambos dones? ¿Acaso seremos capaces de curar todas las enfermedades y viajar a todos los rincones del universo sin que podamos resolver aquel enigma mundano?

Pasan los años y comprobamos, una y otra vez, el cruel guion del destino. Aquella amiga, hermosa y talentosa, que pudo haber sido la actriz más famosa de México, que pudo haber construido una carrera brillante, no tuvo las oportunidades que se merecía, no le dieron los papeles que la hubieran llevado al estrellato, la hicieron a un lado para favorecer a otras actrices menos buenas que ella en todos los aspectos. ¿Por qué? ¿Qué errores cometió? ¿O acaso no cometió ninguno?

A la vuelta de la esquina está el caso contrario. ¿Por qué esa otra amiga, que era una del montón, sin nada que presumir, alcanzó todo y más de lo que soñaba? ¿Cómo fue que consiguió los mejores papeles, los reflectores más brillantes, el éxito más impresionante? ¿Por qué? ¿Qué aciertos tuvo? ¿O acaso no tuvo ninguno?

He llegado a pensar que hay un momento en que, de manera misteriosa, la vida decide el camino que tomará cada quien. Podemos determinar, a veces con asombrosa exactitud, cuándo se toma la ruta hacia abajo o hacia arriba. Lo sabemos sobre los demás, pero también sobre nosotros mismos. Momentos definitorios, de los que no podemos evadirnos. Desde hace tiempo, yo sé cuál fue ese momento que encarriló mi existencia. ¿Usted conoce el suyo?

¡Pamplinas, supercherías, banalidades! Todo eso podrán reclamar quienes consideren que la vida no tiene una trama. Pero ¡qué difícil es dejar de creer en algo parecido al destino cuando vemos que el talento no es boleto seguro para el éxito y que quienes no lo tienen lo alcanzan por un golpe de suerte!

Cuando nos acercamos a la tercera edad encontramos tiempo para pensar si tuvimos lo que merecíamos. ¿Se hizo justicia con nuestra existencia? ¿Debemos sentirnos agradecidos o agraviados? Sospecho que en el fondo sabemos la respuesta correcta a estas preguntas. Lo sabemos pero rara vez tenemos el valor de aceptarlo. Se trata de una verdad que nos pesa reconocer.

Casos excepcionales son aquellos en los que el mérito y la suerte se juntan en grado sumo. He conocido muy pocos. Son tan singulares que se guardan en la memoria y se inscriben en la historia. Dado que la mayoría de los mortales no pertenecemos a esa pequeñísima clase, cabe preguntarnos, aunque sea por entretenimiento, si tuviéramos la capacidad de elegir qué preferiríamos: ¿mérito sin suerte o suerte sin mérito? O pongámoslo de una manera más tajante: ¿qué prefiere usted, triunfar sin merecer o merecer sin triunfar?

La disyuntiva nos turba. Lo que todos querríamos es tener suficiente mérito y suficiente suerte para cumplir con nuestros sueños, ni más ni menos. Pero ante la obligación a elegir descubrimos una característica perturbadora de nuestra personalidad. ¿A qué numen adoramos? ¿A la agraciada Fortuna? ¿Al severo Mérito? Algunos optarán por la primera, otros por el segundo. Cada quien tomará la decisión en su foro interno. A mí la interrogante exigida me repele. Si me obligaran, yo respondería que no me subyugan ni la fortuna ni el mérito. Mejor declarar, con aquella frase añeja: ¡que sea lo que Dios quiera!