Julia Santibáñez

A nosotras no nos gusta el sexo

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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“Anadie le interesa si las mujeres tienen placer o no”, dice en entrevista Emma Thompson, actriz de Buena suerte, Leo Grande. Acabo de ver esta película de Sophie Hyde: la británica interpreta a Nancy, una jubilada, viuda de un matrimonio jodidamente insulso, quien nunca ha tenido un orgasmo. En un volantazo vital contrata a un sexoservidor, para ver si descubre qué tiene de llamativo el deseo.

Tanto Thompson como la directora australiana y la guionista (Katy Brand) le plantan cara a varios reduccionismos sobre nosotras, vigentes aún entre cantidad de hombres y algunas mujeres: que preferimos no tomar la iniciativa en la cama, que nos retiramos del sexo tras la menopausia, que siempre es mejor venirnos con un pene adentro. Ya eso basta para aplaudir de pie, con manos enrojecidas: es extraordinario colocar NUESTRO DISFRUTE en el corazón del corazón de la plática. Sí, a nadie parecía importarle, estuvo siglos en la sombra porque para la Historia sólo éramos depositarias de las fantasías masculinas. Ahora nos toca hablar. Y escucharnos.

La subversión de la película no acaba ahí. Nancy subraya: “Es muy estresante ser madre [...] Si no hubiera sido mamá habría hecho muchas cosas, como cruzar el desierto a caballo, empezar una colonia de artistas en una islita cachonda, tener un orgasmo”. Válgame. O sea que la maternidad es ambivalente e implica renuncias tremebundas. Perfidias. ¿A quién le importa? Me recuerda la novela Casas vacías, de Brenda Navarro, donde una embarazada afirma: “Todo era una contradicción: no querer tener hijos, pero buscar embarazarme... No querer estar embarazada, pero temer a la primera mancha de sangre en mis bragas”. Ya como madre, una madrugada el niño llora siete veces, ella le ofrece pecho pero él sigue gritando. Entonces lo carga “con la desesperación de la que no puede decir en voz alta: Cállate, no me dejas dormir”, aunque más adelante lo adora. O Matate, amor, de Ariana Harwicz, cuya voz narrativa señala: “Pienso en ese animal fiero que es un hijo, en eso de llevar tu corazón con el otro para siempre”. Tener hijos no cuadra con la idealización barata y simplista que algunos siguen postulando.

El 8 de marzo publiqué en este espacio la columna “Urge cuestionar (casi todas) las maternidades”, donde doy ejemplos de cómo, desde el siglo XX y en particular en el XXI, a muchas escritoras nos hierve la necesidad de “desmontar el maternaje sacrificial. De entrega absoluta. Nocivo”. Además enfatizo lo indispensable de sustituir la narrativa heredada del sistema masculino y, a cambio, construir maternidades “desde un lugar nuevo y nuestro, gozoso, no-heroico, elegido”. ¿A quién le importa? A nosotras.

No quito el dedo de ese renglón, aunque añado como necesidad primordial hablar de nuestras formas de placer, seamos ancianas, divorciadas, jóvenes, discapacitadas, indígenas, casadas. Porque a muchísimas mujeres no nos gusta el sexo. No el mediocre. Pero sin duda nos encanta el buen sexo.