Julia Santibáñez

Mi corazón, niño goloso

LA UTORA

Julia Santibáñez
Julia Santibáñez
Por:

En algunas cosas no tengo mesura, entre ellas, el chocolate y el amor. ¿Atemperarme? No sé cómo se logra. La mujer divorciada que soy admira y compadece por partes iguales a las personas maduras que, si una vez deciden no enamorarse, logran su objetivo sin sudores, como un campeón mundial arrasaría en una competencia escolar. Es abstruso y difícil para mí: no soy atleta, hace décadas nadie me invita a una olimpiada adolescente.

“El amor es una catástrofe espléndida: saber que te vas a estrellar contra una pared, y acelerar a pesar de todo: correr en pos de tu propio desastre con una sonrisa en los labios; esperar con curiosidad el momento en que todo se va a ir al carajo. El amor es la única decepción programada, la única desgracia previsible que deseamos repetir”, señala el protagonista de El amor dura tres años, novela de humor ácido y certero del galo Frédéric Beigbeder. Añado: conozco bien ese desastre elegido, lo he visitado con frecuencia, tanto que hace un tiempo decidí no enamorarme pero aquí estoy hecha una tonta, flotando entre baladas cursis y chistes privados, un sonoro fracaso. Vaya porcentaje de bateo.

Roland Barthes disecciona en Fragmentos de un discurso amoroso un rasgo definitorio del amante: “[En el abrazo] estamos en la voluptuosidad infantil del adormecimiento: es el momento de las historias contadas, el momento de la voz, que viene a fijarme, a dejarme atónito… en medio de este abrazo infantil, lo genital llega infaltablemente a surgir… el adulto se sobreimprime al niño. Soy entonces dos sujetos a la vez: quiero la maternidad y la genitalidad. (El enamorado podría definirse como un niño que se tensa: tal era el joven Eros)”. El semiólogo francés da en el blanco: quien ama se mueve pendularmente entre la infantilización y la libido, es decir que tras un episodio de sexo feroz cuelgo en el baño el traje de adulta y luego, superheroína venida a menos, en vez de salvar al planeta busco cómo resolver mis necesidades de cuando jugaba con muñecas. Chale.

No soy masoquista, así que debe haber algo más que me atrae en la “catástrofe espléndida”. Repensándolo descubro que la metáfora del amante como menor de edad implica también el juego, la sinvergüencería de los pocos años, gustar la transgresión. Es un golpe endorfínico descomunal. Así lo veo claro: a esta edad yo debería haber aprendido algo (se supone), pero mi corazón es un niño goloso que regresa al bote de caramelos cuando nadie lo ve, para llenarse la boca de colores y sorpresa; después, mientras sale corriendo, lleva la travesura hincada en la sonrisa. Desobedece, sí, aunque no por autodestructivo, no sabe ni qué es eso. Tampoco busca retar a nadie. Es de puro arriesgado que sigue su instinto. Su instinto de seis años, se entiende.