Borges y Jay

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Que Borges proyectó a “Borges” como Alonso Quijano proyectó al Quijote (y Cervantes a éstos) es algo que el propio escritor argentino nos hizo saber a sus lectores una y otra vez, y tal vez nunca de manera tan evidente como en el breve, perfecto texto titulado “Borges y yo”, en el que el personaje devora al hombre inexorablemente, y a tal grado, que concluye así: “No sé cuál de los dos escribe esta página”. Esa dinámica (que, por otro lado, es la de la vida misma: todos proyectamos una imagen de nosotros mismos) bastaría para escribir un muy interesante ensayo sobre los simulacros de “Borges” y sobre los alcances de la ficción, género que Borges llevó a su máximo poder de concentración y expresividad.

Pero que, en lugar de un ensayo sesudo, ese juego de espejos se encuentre inmerso en una historia entretenida, divertida, conmovedora y humanísima, es una pequeña proeza que le debemos al escritor Jay Parini y su autobiografía novelada titulada Borges y yo, ni más ni menos.

Yo encontré el libro en una librería que se llama Fin del Mundo, en el sur profundo de Inglaterra, y me senté a leerlo sin parar durante dos días (mejor escenario imposible, atendiendo al Borges más anglófilo). Se trata del encuentro que un joven Jay Parini tuvo con un viejo Borges en 1970, y del viaje que hicieron por las Tierras Altas de Escocia a bordo de un coche al que llamaron Rocinante. La inmersión en la hermosa y dramática patria de Stevenson inspira a Borges y a Parini, quienes nos regalan un road-trip lleno de aventuras, accidentes, lecturas, conquistas, confesiones y muchísima humanidad. Borges, o “Borges”, o ““Borges””, es más que verosímil: es real para el lector que suspende la incredulidad, es el viejo escritor de erudición y memoria prodigiosas, ciego, que gasta un viejísimo traje y usa una corbata azul con cascadas anaranjadas y peces voladores, que blande su bastón como el Quijote su adarga y que necesita mear a cada instante. Lo reconocemos: es el Borges de las Ficciones, pero también es el Borges del Borges de Bioy, es el Borges oral, el autor que en 1970 ya era universalmente conocido pero que Jay Parini no había leído: ésta es para mí la clave de la felicidad del libro, pues nace del trato personalizado con un tal Borges y no de la admiración boba por el autor inmortal. Las escenas se multiplican, desopilantes, entrañables, baste sólo señalar el momento en que Borges cae a las aguas de Loch Ness mientras declama el Canto I de Beowulf en anglosajón.

Después de haber reído a carcajadas durante dos días, cerré el libro con lágrimas de ternura en los ojos: me descubrí conmovido y agradecido. No se le puede pedir más a un libro. Sus personajes son reales (Alistair Reid y su hijo Jasper son maravillosos) y sus anécdotas también, aunque reconstruidas por la memoria de Parini —y la memoria, lo sabemos, es “hijastra de la imaginación”. Quien no haya leído a Borges lo puede disfrutar en su totalidad, pero para quienes amamos al autor de “Pierre Menard, autor del Quijote”, sus páginas son un verdadero regalo. Sobre la convivencia con Borges dice Jay Parini: “Uno se sentía, de alguna manera, más inteligente, más ilustrado y agudo en su presencia. El universo mismo se sentía más flexible y maleable, y así, más disponible”. Es cierto, eso nos hacen sentir Borges y “Borges”.