El aroma del significado

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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A los ocho años de edad, Ludwig Wittgenstein se preguntó: ¿por qué decir la verdad si me conviene decir una mentira? Con esa reflexión comenzaría una búsqueda incansable tanto de la elusiva definición de “verdad” como de la raíz de una necesidad: la de “decirla”.

Wittgenstein dedicó su vida a esa investigación, y para llevarla a cabo con energía y honestidad intentó renunciar a todo lo que significara una distracción, desde la inmensa fortuna que había heredado de su familia hasta el trato social con la mayoría de las personas que lo rodeaban. También combatió con valentía al orgullo mismo que le provocaban sus descubrimientos. Podemos imaginarlo completamente solo en una cabaña en un fiordo de Noruega, entregado durante horas y días a la extenuante práctica de la lógica filosófica, a concebir una idea (o identificar un problema) y seguirla hasta sus últimas consecuencias, hasta llevarla a una “proposición atómica”, en concentración total. Le gustaba contar una anécdota en la que un amigo de Beethoven se acercó a su puerta y lo escuchó blasfemar, aullar y cantar mientras componía una fuga: después de una hora, Beethoven finalmente abrió la puerta y su aspecto era el de alguien que había estado luchando con el demonio y sin comer durante 36 horas. “Ése es el tipo de persona que hay que ser”, decía Wittgenstein. Hablar con él era muy difícil, no sólo porque no toleraba la cháchara sino porque cada uno de los conceptos usados por su interlocutor era puesto bajo un escrutinio feroz.

Es comprensible que un pensamiento en constante ebullición se resistiera a ser fijado, y que Wittgenstein siempre fuera reacio a la publicación de sus ideas: desconfiaba de la gramática y le daba repulsión “explicar”, al mismo tiempo que consideraba, con Schopenhauer, que un libro de filosofía con un principio y un final es una contradicción en sí mismo. Otra razón: nunca tuvo la energía suficiente (sólo hay una vida) para encontrar un marco narrativo en el que sus procedimientos mentales se acomodaran. Un fragmento de su Tractatus dice que hablar es traicionar al pensamiento, y en la numeración misma de ese pequeño libro podemos atestiguar el esfuerzo de su mente por ramificar conceptos: una ruta fractal de ideas hipercompactas. Buscó el espejo de las matemáticas y, decepcionado, se entregó más a la psicología y no negó de “lo místico”. Le resultaba desesperante no poder demostrar nada irreprochablemente, y sólo después de muchos años de perseguir la claridad absoluta se rindió a los infinitos componentes de la experiencia, la ambivalencia lingüística, la educación, el punto de vista, los pliegues de la personalidad, etc. De ahí se entiende su famoso aforismo: “Si un león pudiera hablar, no lo entenderíamos”. Y este otro: “La filosofía debería en realidad estar escrita como una composición poética”. Su aventura intelectual es muy atractiva para los poetas tentados por el demonio de “nombrar”. Sus Investigaciones filosóficas son “juegos del lenguaje” en los que Wittgenstein intenta regresar a un habla primitiva, incontaminada (por eso le fascinaba el pasaje de las Confesiones de San Agustín en el que explica cómo aprendió a hablar). Todo un pensamiento reducido a una sintaxis irreductible, percibiendo apenas “el aroma del significado”. Le debemos mucho a ese fracaso.