El pintor y su isla

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Sin la pequeña isla que la imanta y, de hecho, la nombra, La Peñita de Xaltemba sería solamente el último y deslavado eslabón de una cadena que incluye a Sayulita, San Pancho y Lo de Marcos: playas de Nayarit que conforme disminuyen en tamaño crecen en encanto, hasta llegar a La Peñita y su isla, ese punto final color de selva, ese marcador que divide en dos al horizonte y reeduca constantemente a la mirada. Para un pintor, el magisterio de la isla es ideal, no sólo por su sorprendente variación de colores sino por su valor referencial, su ubicación en el espacio y, posteriormente, en el lienzo, incluso si su presencia sólo se adivina.

Esto lo sabe bien Roberto Gil de Montes, cuya obra está en diálogo constante con esa peñita (como lo está el Monte Fuji en las variaciones de Hokusai). La isla-imán no necesariamente figura en los cuadros de Gil de Montes, pero su temperatura se siente, como si fuera esa nota musical con que la orquesta afina sus instrumentos. Y entonces, siguiendo esa guía, en sus pinturas lo primero que llama nuestra atención es el dictado de una gama fantástica de tonos y climas, fantástica pero tan real como la isla caprichosa en que se originan. Marrones de tormenta y ciclón, azules que se caen de morados, verdes vivos, tan cambiantes que, de hecho, se mueven en la tela; rojos muy colorados o anaranjándose hacia el amarillo y, en fin, toda la gama que acontece entre el cielo y el mar cuando un espejo de tierra y follaje la refleja.

Podemos decir que los escenarios de Gil de Montes son edénicos sólo si aceptamos que de su paraíso ya fue expulsada la pureza y quedan sólo seres erráticos, ambivalentes y deseantes, Adanes y Evas despreocupados que a veces parecieran emerger del agua como si volvieran a nacer. Agua de arroyo, agua de mar y agua de lluvia: su exposición individual en la Galería Kurimanzutto se llama atinadamente Temporada de lluvias porque su atmósfera es pluvial y canicular, porque el verano se ha instalado en sus cuadros “como una leona taciturna y solar, / como una sola ola del tamaño del mar”, para decirlo con Octavio Paz. Paraíso caliente habitado por dioses, personas y animales en una misma dimensión que vibra intensamente entre lo real y lo ficticio. Por eso, quien observa los cuadros de Gil de Montes siente un llamado poderoso y ganas de perderse un poco, de dar un paso y adentrarse en el mundo alternativo que su imaginación nos ofrece. ¡Es muy tentador! Vemos sus cuadros como se ve el mar: sabiendo que nos invita y que en cualquier momento podemos entrar, aunque nos revuelque.

Pero no recorremos el velo: preferimos quedarnos en el umbral de lo sugestivo, en el universo mismo de la invitación, un territorio semirreal gobernado por una isla y en donde todo es posible, como un laboratorio cuyos seres han sido sorprendidos por nuestra mirada y que a su vez nos ven con estupor. Y nadie pide explicaciones: nos aceptamos tal y como somos, de aquí y de allá, de ambos lados de la tela. Esa reconciliación de realidades sin por qué, ese encuentro de mundos se lo debemos a Roberto Gil de Montes y su isla.