La guerra en la sala de estar

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Cada mañana me despierto, estiro el brazo, tomo el teléfono y busco noticias que me actualicen sobre la invasión rusa de Ucrania. No ignoro el dilema moral que esta escena implica: estoy en la cama, atestiguando en una pantalla el dolor de los demás.

Susan Sontag tituló así todo un libro, Ante el dolor de los demás, necesaria reflexión sobre el registro (fotográfico en su caso) de la tragedia y el lugar que ocupamos nosotros, los lujosos testigos, ante ella. Dice Sontag (hace veinte años): “Ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad, la ofrenda acumulativa de más de siglo y medio de actividad de esos turistas especializados y profesionales llamados periodistas”. Y agrega, con ese tono polemizante tan suyo: “Las guerras son también las vistas y sonidos de las salas de estar”. Y ni siquiera: yo tengo la guerra en mi cama. El sentimiento de culpa no atenúa la quemante paradoja, la sensación oximorónico de estar sin estar, de sufrir sin sufrir de veras, de ser un testigo virtual de un horror demasiado real. 

Ian McEwan escribió hace unos días: “Aquí estamos, en los asientos de primera fila de un circo sangriento, viendo la televisión y Twitter, atrapados entre la infinita compasión y un egoísmo racional”. Es un espacio al que nos condena la libertad y en el que tenemos que aprender a movernos con creatividad y compromiso, acusando esa más que bienvenida incomodidad que nos regala la empatía, obligándonos a no estar quietos, a no quedarnos demasiado tiempo en la cama, a saber que nuestro lugar en la primera fila del circo sangriento se ha ganado, precisamente, al precio de la sangre de otros que un día, hace no mucho, se sacrificaron por nosotros. Esto no es una exageración: la horizontalidad democrática viene después, y antes, de picos letales de inestabilidad (y a veces, como en México, conviven fársicamente la guerra y la paz).

Y esta guerra, nuestra guerra, la guerra de nuestro tiempo, es tecnológicamente inédita: somos los ojos del dron sobre ciudades arrasadas, entramos a hospitales improvisados donde nacen niños sin padre, interrogamos, cara a cara, al desconcertado soldado ruso y atendemos el reporte diario del presidente Zelenski, en donde quiera que esté. Esa fascinante apertura nos expone, además del dilema moral antes mencionado, al imperio de la falsificación y de la propaganda, pero tenemos que ver, tenemos que intentar saber y ser, todos un poco, esos “turistas especializados” mencionados por Sontag. También se lucha, en otra esfera de esta verosímil guerra, por la verdad, y ahí las armas son retóricas y exigen de nosotros una equidistancia difícil de alcanzar. No obstante, las verdades más sencillas requieren pocos argumentos para sostenerse, y la causa de Ucrania, país atacado sin provocación, parece conmovedoramente clara.

Todo ello se concentra en bombas de información que nuestro teléfono enmarca y filtra. Y nos llenamos de preguntas. ¿Sabremos leer e interpretar lo que está ocurriendo? ¿Incorporarnos a esa realidad y actuar en consecuencia?