Los leopardos y la leña

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Hace poco más de un año desembarcaba yo en un nuevo país y, sin exagerar, en una nueva vida. De una ciudad de 22 millones de habitantes a un pueblo de 236, en el sur profundo de Inglaterra, con paisajes tan dramáticos como bellos y un aire tan limpio y vivificante que se antoja embotellarlo.

Recuerdo que hace exactamente un año estaba yo cargando y acomodando leña en preparación para el duro invierno, sintiéndome renovado y entregado al perpetuo asombro ante la novedad y el cambio. Lo recuerdo porque hoy me descubrí apilando leña de nuevo, cumplido un primer ciclo de una vida que ya no podría calificar de “nueva”. No sólo eso: el sistema con el que hoy levanté una pequeña arquitectura de maderos es el mismo que usé hace un año, y mis movimientos, ay, ya tuvieron algo de mecánicos. La novedad se incorporó suavemente a una rutina que, quiero suponer, se reforzará el año que entra. Me arrepiento de escribir “ay”: me gusta que mis brazos recuerden su trato con la leña y no me opongo, ni mucho menos, a que el cambio eche raíz. Una célebre parábola de Kafka ilustra muy bien lo que quiero decir, aunque, sospecho, él quería señalar una especie de gatopardismo (que todo cambie para que nada cambie) característico de sus ficciones pesadillescas, sin progreso posible, como una terrible burocracia que sólo funciona para perpetuarse a sí misma y al statu quo. Son unos renglones perfectos. Veamos:

“Los leopardos invaden el templo y se beben hasta la última gota de los cuencos de las ofrendas; esto se repite una y otra vez; con el tiempo, se puede calcular cuándo lo harán y se convierte en una parte de la ceremonia”.

El ritual sagrado, cuyo valor reside en la repetición de una ortodoxia, es violado por la aparición de unas bestias salvajes que, no obstante, al regresar una y otra vez, son incorporadas al ritual. La irrupción de los bárbaros se convierte, con el tiempo, en una nueva ortodoxia, y se mantiene el statu quo. El sabor kafkiano de este famoso aforismo es absoluto, pero tal vez podríamos darle una lectura menos asfixiante, más, digamos, centrífuga que centrípeta. Es obvio que, en un templo bien resguardado, invulnerable, no habrían podido entrar los leopardos, y que en ese caso el ritual se hubiera reproducido ad infinitum y, acaso, hasta el olvido. Kafka expone un escenario en que las bestias son esperadas, casi ansiadas, para que la ceremonia continúe. ¿Ha muerto la novedad? No del todo: los leopardos han abierto una fisura, la de la contingencia, y su lección nos impide ignorar la posibilidad de nuevos cambios, de unos leones —¿por qué no?— que ataquen a los leopardos o, incluso, de que éstos desaparezcan y no lleguen a la cita, trastornando nuevamente el ritual con su ausencia. En esa fisura nos movemos, y nuestras queridas rutinas siempre están expuestas a la transformación (que podrá convertirse en una nueva rutina). Me parece que no hay que cerrar el templo a piedra y lodo, por temor a los leopardos, sino dejar las puertas abiertas por si los felinos quieren comparecer: la ceremonia seguirá con ellos, y se repetirá, pero ya marcada con el sello del cambio.

Eso pensaba mientras, leopardo de mí mismo, me entregaba a la ceremonia anual de apilar leña.