Julio Trujillo

El milagro secreto

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

En mi cuento favorito de Borges (y decir esto es una salvajada cuando existen “Funes”, “El Aleph”, “Tlön”…), el tiempo se detiene —y con el tiempo el universo físico— para que un hombre pueda terminar de escribir una obra.

Ese hombre se encuentra en una coyuntura particular: lo están fusilando. Quiero decir: en el preciso momento en que una descarga de fusilería (la duración de una ráfaga) se dirige hacia él para acribillarlo, el cosmos se detiene para Jaromir Hladik. Es una gracia de Dios, concedida para que Hladik termine de escribir el drama que no sólo lo justificará a él, sino a Dios mismo. Al suspenderlo todo, Borges inaugura una versión de la eternidad: una gota de lluvia, que resbala sobre la mejilla de Hladik, resbala para siempre sobre la mejilla de Hladik, y la sombra de una abeja infinitesimal se proyecta para siempre sobre una baldosa del patio en donde sucede la ejecución. La única actividad del universo es la de la mente del protagonista, quien durante un año termina de concebir su obra en la memoria, y al ponerle el imaginario punto final, la descarga lo alcanza y muere fusilado.

“El milagro secreto” es un cuento sobre el tema que acaso más obsesionó a Borges: el tiempo, cuya humanísima elasticidad es evidenciada cuando el protagonista se entera de la fecha de su sacrificio. Entre la sentencia de muerte y su ejecución pasa un determinado tiempo desconocido para nosotros, que sabemos que vamos a morir, pero no cuándo. Condenado por los nazis y languideciendo en una cárcel de Praga, el patético Hladik descubre un modo (estoico, tal vez, o mágico) de la inmortalidad, pues si su ejecución ha sido fijada para el 29 de marzo, entre el 19 que lo apresan y esa fecha fatal, no morirá: “Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós, mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal”. No es inoportuno preguntarnos: cada mañana que despertamos y jalamos oxígeno, ¿no estamos viviendo una suspensión de nuestra inapelable sentencia de muerte?, ¿no son nuestras vidas un plazo un tanto más prolongado que los días del condenado Hladik?, ¿no somos, como dijo Heidegger, los invitados de la vida consumiendo ahora mismo los sesenta segundos de un minuto que no nos matará?

Todo en “El milagro secreto” apunta hacia las falacias del tiempo, su duración en la conciencia y las eternas postergaciones que aluden, como en las paradojas de Zenón de Elea, al infinito. En el drama que está escribiendo Hladik, que Dios le ha concedido terminar deteniendo al universo para él, el tiempo en realidad no pasa, porque todo sucede en la mente delirante del protagonista, así como en la mente de Hladik pasa un año antes de que las balas lo perforen. ¿Y cuánto tiempo pasará antes de que las balas de la muerte nos perforen a nosotros?, ¿qué trascendental juego de ajedrez, del que somos peones, se está llevando a cabo en el cielo y el infierno?, ¿cuánto puede durar este segundo, antes de desbarrancarse en el siguiente segundo? El verdadero milagro secreto está sucediendo ahora.