Los radiadores de Wittgenstein

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

En uno de sus cuadernos, Ludwig Wittgenstein copió estos versos de Longfellow acompañados del apunte “Este podría ser mi lema”:

“En aquellos viejos tiempos del arte

los creadores forjaban con cuidado

cada pieza invisible, cada parte,

pues los dioses están en todos lados”

En cada una de las facetas de su vida, en efecto, vemos a Wittgenstein honrando, a cualquier costo, a los dioses que están en todos lados con una ejemplar devoción por el detalle y una absoluta concentración para llevar a cabo la tarea que entonces tuviera entre manos. A los diez años diseñó y construyó una máquina de coser después de estudiar obsesivamente el modelo original; la redacción de gran parte del Tractatus la llevó a cabo en una cabaña en un fiordo de Noruega “en un estado de intensidad intelectual que rozó lo patológico”; cuando estalló la Gran Guerra, se enlistó e insistió con incomprensible terquedad en ser ubicado en el frente en la base más peligrosa posible (consiguió ser herido y hecho prisionero); al volver de la guerra, se despojó de su parte de la inmensa fortuna familiar en lo que su contador llamó un “suicidio financiero” y se dedicó a ser maestro de primaria, despertando en sus alumnos un interés por el conocimiento que nunca olvidarían. Al terminar esta etapa, y antes de volver a sus investigaciones filosóficas, Wittgenstein se interesó en la construcción de la casa de su hermana Gretl, a cargo de su amigo el arquitecto Paul Engelmann. Comenzó a interferir, con característica intensidad, modificó los planos, se obsesionó con el proyecto y finalmente lo secuestró para sí, sin que Engelmann pudiera hacer nada al respecto y con la aprobación de Gretl. La casa se construyó siguiendo los planos modificados por Wittgenstein, quien diseñó cada ventana y cada puerta, cada picaporte, cada espacio con máximo cuidado y atención. Un cerrajero le preguntó: “Dígame, Herr Ingenieur, de verdad le importa un milímetro de más aquí y allá?” Antes de que terminara la pregunta, Wittgenstein gritó: “¡Sí!” La proporción lo era todo para él. Otra hermana suya, Hermine, recuerda de esa casa legendaria dos pequeños radiadores de hierro colado que estaban en las esquinas adyacentes de una habitación, perfectos en sus proporciones y en su forma. Su hermano Ludwig le contó la historia de los radiadores: cada uno consistía de dos partes colocadas una sobre la otra en un ángulo determinado y con un espacio entre ambas cuya medida se había calculado milimétricamente. Descansaban en patas sobre las que debían encajar a la perfección. Se fundieron varios modelos, pero quedó claro que ese tipo de trabajo no se podía llevar a cabo en Austria. Cada parte individual se moldeó en el extranjero, pero parecía imposible conseguir la precisión que exigía Wittgenstein. Hubo un rechazo constante de piezas, otras se forjaron con precisión de medio milímetro. Las clavijas fueron una pesadilla. Bajo su dirección, se experimentaba hasta altas horas de la noche hasta conseguir un resultado satisfactorio. Un año completo pasó entre el diseño de los radiadores y su entrega, pero, como apuntó Hermine: “Nada carecía de importancia, salvo el tiempo y el dinero”.

Los radiadores resultaron en una forma perfecta, una que, sin necesidad de conocer su historia, los ojos entendían intuitivamente. Ahora pensemos en ese perfeccionismo llevado al análisis del lenguaje y su capacidad de representar la realidad.