A. S. Byatt, poseída

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Para llegar a ser quien fue, la escritora A. S. Byatt (1936-2023) tuvo que superar varios obstáculos. 

Uno de ellos fue comenzar a escribir y publicar entre la asfixiante pinza de dos generaciones de hombres escritores inmensamente exitosos: los “Angry Young Men”, entre quienes destacan John Osborne y Kingsley Amis; y ese influyentísimo club de amigos que conformaron Salman Rushdie, Julian Barnes, Ian McEwan, Martin Amis y, de alguna manera, Christopher Hitchens.

A esa acumulación de testosterona literaria, A. S. Byatt respondió no con una obra singularmente femenina o feminista sino intelectualmente densa sin perder agilidad, una obra cuya intricada textura se opone a la de aquellos escritores siempre dispuestos a aplacar la voracidad de los lectores ansiosos por avanzar en una trama. Una obra libresca, sin temor al rizo erudito y de una autosuficiencia sorprendente en esas décadas en que la ideología, la politización y, en fin, la gravitación del presente, ejercían una influencia ruidosa en las páginas de los libros más vendidos. Byatt declaró que de esa influencia la salvaron las novelas filosóficas de Iris Murdoch y la crítica literaria de Frank Kermode.

La constante comparación con la obra de su hermana fue otro obstáculo a superar. La recepción de sus primeros libros no se pudo sacudir el hecho de que su hermana era la escritora Margaret Drabble. “Nadie se interesó por lo que yo estaba haciendo, no durante un largo tiempo. Ella había escrito más novelas y las había escrito más rápido. Creo que eso fue extremamente bueno para mí a la larga, porque no padecí lo que muchos escritores padecen: la ansiedad de la recepción. Yo solo tenía terror de ser señalada como la hermana de alguien.”

La academia fue otro obstáculo. Para decirlo en sus palabras: “Una licenciatura en literatura impide que la mayoría de la gente quiera escribir”. Pero ella perseveró, contra la paralizante influencia de alguien como F. R. Leavis y contra el orbe cerrado de la investigación. Supo, no obstante, sacar ventaja de los ratones de biblioteca: “Mi respuesta a la emoción de la lectura fue querer escribir”, y ello sin dejar de incurrir ella misma en el ensayo paratextual: “Pienso que mis textos críticos están en la línea de Coleridge necesitando escribir sobre poesía”.

La muerte de su hijo Charles a los 11 años de edad, atropellado por un conductor borracho, fue otro obstáculo inmenso, del que salió con la saludable rutina del magisterio (fue maestra de literatura por años) y negándose al suicidio con la decisión de “tener curiosidad por todo”, voracidad que cualquiera de sus lectores puede constatar.

Y todo ello para desembocar en la que es para mí una novela perfecta, Posesión (1990), deliciosa intriga de archivos y bibliografía, misterio libresco en el que se entrecruzan las vidas de dos parejas de amantes, dos poetas de la era victoriana y los dos académicos que investigan su obra. Famosamente, los poemas victorianos de la novela son pastiches escritos por la mismísima A. S. Byatt, quien dijo: “Cuando escribí la novela, lo hice contra la idea de que el lenguaje nos dice. Un autor es un autor. Pero en estos poemas algo me hablaba. Realmente fue como estar poseída”.