Julio Vaqueiro

Reflexión de un inmigrante

RÍO BRAVO

Julio Vaqueiro *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Vaqueiro 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Un estadio de los Dodgers, en el centro de Los Ángeles, a reventar. Todo pintado de azul; más de 50 mil espectadores con gorras, playeras y letreros de su equipo. Es la hora suave en la que el día se convierte en noche y el cielo va del naranja al violeta hasta hundirse en el abismo de lo negro; al fondo los edificios del downtown ya se iluminan como un enjambre de luciérnagas.

Es la noche de Julio Urías, el pitcher mexicano de 25 años, estrella de la ciudad. Afuera del Chávez Ravine venden muñecos bubblehead de él con sus lentes de siempre y con su bandera mexicana. Antes de comenzar el juego, como un tributo al joven lanzador, el dúo Los Dos Cardenales canta en la cancha con guitarra y acordeón. La afición está feliz. Y aún falta lo mejor.

Ya avanzado el partido, de pronto, el silencio se rompe con los acordes a todo volumen de “La Puerta Negra” y el estadio explota. Como una reacción inmediata, casi inevitable, todos cantan a la vez.

“Porque tus padres están celosos, y tienen miedo que yo te quiera…”.

Se desgarran las gargantas. Algunos se ponen de pie porque no hay de otra. Otros sacuden sus banderas mexicanas. Ni modo de no emocionarse con los Tigres del Norte. Miles de almas cantan al unísono la canción que los lleva a su país o al de sus padres; la letra que les recuerda a sus familias y que sacude las fibras esenciales que llevan dentro, el rincón del cuerpo en el que van los recuerdos y las nostalgias. Bajo el cielo, la certeza de que, con música, todo es posible debajo de la piel. Bienvenidos a Los Ángeles, México.

Llegar hasta aquí no ha sido fácil. Atrás están las historias de esfuerzo y sacrificio. El largo camino en busca de no mucho, sólo lo elemental: una oportunidad. Emigrar es, tal vez, una de las cosas más complicadas de la existencia humana. Querer irse para progresar y querer volver para dejar de extrañar. El inmigrante vive siempre en esa tensión; el espacio entre los deseos y las añoranzas, el futuro y el pasado. El país que nos da trabajo, y el país que nos vio nacer. Y se puede querer las dos cosas a la vez: la esperanza del mañana en otro sitio, y la nostalgia por las cosas buenas del ayer en el lugar de siempre. Lo que no se puede es tener las dos cosas a la vez.

El otro día escuché una entrevista de radio que le hicieron a Daniel Alarcón, novelista y periodista peruano que admiro mucho. Hablaron con él hace unos años, pero yo apenas di con la charla. En ella, Alarcón hablaba sobre las dificultades que vienen con la migración. Desde lo más básico y cruel, como separarse de la familia y los peligros del camino si se hace de forma irregular, hasta lo más superficial, como buscar amigos o entender el idioma en la ciudad a la que uno llega. “Reinventarse nunca es fácil”, concluye el escritor. Migrar, en esencia, es reinventarse.

Aquella noche estaban en el estadio los hijos y los nietos de los hombres y las mujeres que partieron hace décadas para darle una mejor vida a los suyos. Iban los padres que tomaron el riesgo de escapar de la pobreza por sus hijos. Las madres que no esperaron a que las cosas cambiaran en su país. Mexicanos de primera, segunda o tercera generación, pero mexicanos.

Por todo eso, cuando suena la canción, las emociones se agolpan y sólo queda cantar a todo pulmón junto a los demás, que son como uno, para evitar que el pecho estalle por una congestión sentimental.