La vida después de la vida existe y conviene tomar posición al respecto.

COLUMNA INVITADA

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Se podría llegar a pensar que se trata de un texto espiritual o religioso. Por lo tanto, es necesario que aclare en qué sentido me refiero a la vida después de la vida.

En cuanto a que la vida después de la vida existe, dicho así, abiertamente, de un modo amplio y generalizado, sin ninguna precisión en cuanto a la definición del sentido de la expresión, supongo que rápidamente todos estaríamos de acuerdo. La muerte forma parte de los ciclos de la vida e incluso hasta se puede pensar que la muerte le da sentido a la vida, ya que no sabríamos suponer siquiera qué podría llegar a significar ella en el sentido de un camino que comienza, se desarrolla y finaliza, si no fuera, justamente, por la noción de finitud. Jorge Luis Borges aborda este tema magistralmente en su cuento “El inmortal”.

La vida después de la vida es, también, otra manera de decir la vida después de la muerte. Sin embargo, quién sabe por qué, afirmar que existe la vida después de la muerte suena más místico, espiritual o religioso aún. Sin desestimar ninguna clave de interpretación referida al tema, sobre todo si anudan creencias valoradas por los lectores que resultan importantes para sus vidas, paso a aclarar a continuación a qué me refiero con la vida después de la vida, o de la muerte.

Así como el mundo no comienza con nosotros, del mismo modo nos continúa. Esta es una verdad tan obvia como hiriente para cualquier narcisismo: nuestra existencia no solo es perecedera, sino que, además, se sitúa entre dos inexistencias. Esa herida a la que me refería tiene sus razones: nuestra vida es finita, somos pasajeros en un mundo también finito, según dicen, y todo ello viene a decir que en el contexto de la existencia de la humanidad somos bastante poco importantes. Es conmovedor apreciar cómo este índice de lo irrisorio se articula muchas veces con problemas de orden afectivo, carencias, vulnerabilidades. ¿Usted tiene carencias afectivas? Seguramente, ¿quién no? Cualquier cosa que el otro haya hecho y no coincidía con mis expectativas podría haber sido registrado por mí como una carencia de afecto, es decir como desconsideración, desatención, en definitiva, desamor. Esta es la raíz del sentimiento de desamparo que tiene dónde apoyarse para profundizar la grieta: nuestra existencia, tal como todo alrededor nos lo dice, puesta en contexto histórico y social es nimia.

Estamos de paso, es cierto. Pero a lo mejor, quién sabe, en nuestro camino a través de los lugares que elegimos y que nos tocó habitar, hayamos dejado una huella, un rasgo, un detalle; quizá hayamos podido marcar una diferencia. Hay un ámbito de nuestras vidas donde esto es evidente: nuestros hijos. En principio, me refiero a nuestros descendientes directos, a nuestra familia, a esos que criamos y que heredan el apellido familiar. Pero también, en un sentido ampliado, me refiero a todo aquello que prohijamos, sembramos, protegemos, alimentamos y abrigamos con nuestras ilusiones y expectativas: discípulos, sobrinos, instituciones, empresas, proyectos, etc. De este modo me refiero a la vida después de la vida: todo aquello que dejamos en el mundo, que no estaba antes de nosotros y empezó a estar con nosotros, ya sea porque nos une a ello una relación de autoría, de causa, de inventores, de promotores, de colaboradores, de militantes, de partidarios; en definitiva: de partícipes necesarios para que eso haya advenido y se mantuviera a través de los años.

Tal vez conozcan un dicho bastante vulgar que escuché hace un tiempo soltado con hostilidad y resentimiento por una persona que atravesaba una coyuntura desafortunada: “que se jodan los que tengan que llevar la manija”. La alusión era a su propio ataúd, por lo que la frase adquiere el siguiente sentido: “que mis deudos se hagan cargo de mis deudas y de todos los problemas que les dejo”. No era una persona que se encontraba enferma al decir esto, al contrario; tal vez, pensarse muerto en su situación tan complicada -se encontraba al frente de una empresa al borde de la quiebra- podía resultar un alivio. Existe la vida después de la vida y de la muerte, por supuesto, y la que les tocaría en suerte a los familiares de este señor, si se cumplieran sus designios, sería desastrosa.

En definitiva, como notarán, lo que digo hasta ahora es bastante llano: existe la vida después de la vida significa que más allá de nuestra existencia, la vida continúa. Hasta aquí, este punto que por ramplón no es menos cierto.

Hay otro modo en que también me refiero a la vida después de la vida. Me refiero a una vida que nos continúa más allá de la muerte biológica en el plano simbólico, en aquello que se dirá de nosotros, en aquello que pensarán los otros cuando nos recuerden y en el hecho de que nos recuerden. Hace un tiempo, me comentaba la viuda de quien había sido un señor muy importante y reconocido, que entre los detalles y las precauciones que éste había previsto cuando se sabía enfermo y próximo al final, estaba la redacción de su obituario, destinado a las páginas necrológicas de los diarios de mayor tirada, y tres epístolas diferentes para ser distribuidas por mail post mortem: una, para los miembros del consejo directivo de la empresa que presidía; otra, para sus compañeros de agrupación política; la tercera, para sus hijos. Evidentemente, este señor sabía muy bien que la vida continuaba aún después de su muerte física y que circularía a través de las palabras que se organizarían en torno de su nombre y su recuerdo. Por su parte, menos feliz en cuanto al trato con el después evocado en sus exclamaciones, el infortunado empresario que mencioné antes, más muerto que vivo respiraba, sin embargo, el olor a bancarrota de su negocio. Mientras tanto, redactaba otro tipo de obituarios y de cartas póstumas para lanzar más allá de la vida física las resonancias de su nombre, aun cuando no las escribiera en Word.

Me interesa la cuestión de la vida después en las dos acepciones que comentaba: por un lado, es un hecho que la vida continúa luego de la muerte biológica de un individuo; por otro, por la permanencia del nombre y los enunciados en que sea tomado, en el contexto del recuerdo que los otros animen de nuestra presencia. En relación a este último punto, noto que esa presencia evocada -podemos observarlo cuando evocamos u otros evocan a alguien ya fallecido- constituye un fenómeno de presencia en la ausencia. Considero también que siempre es así, aun estando vivos: cada vez que nuestra presencia cuenta, es decir, no simplemente cuando estamos presentes por el hecho de estar ahí y solo ponemos el cuerpo; cuando nuestra presencia cuenta inevitablemente se constituye un contraste entre lo que hace que los otros noten nuestra presencia cotejada in situ con la posibilidad de nuestra ausencia. De este modo, estar presente es convocar en acto la posibilidad de estar ausente. Merced a esta misma operación existencial y simbólica, considero que la evocación de nuestro nombre en el recuerdo póstumo hace resonar el fenómeno de la ausencia que cava en el hueco de lo real el marco necesario para que advenga la presencia. Dicho de otro modo, la supervivencia de nuestro nombre y los atributos que lo animen en el contexto de los recuerdos invocadores advienen en el hueco en que la ausencia de nuestra presencia ya es marca en los otros. Entiendo que esto funciona de este modo siempre que uno está presente en el sentido fuerte del término. Nótese que para estar presente de tal modo, es indiferente estar vivo o muerto físicamente. Esto me lleva a otra reflexión, nueva en el contexto de este artículo.

Por lo dicho en último término, entiendo que hay una tercera acepción para la vida ulterior: primero, el mundo sigue rodando; luego, la vida simbólica puede mantenernos tan presentes como antes de la muerte física, a través del efecto que nuestro nombre produzca en los recuerdos de nuestros sucesores; por último, la significación novedosa: propongo entender el “después” como un más allá o un más acá del presente de la vida histórica. A continuación, paso a explicarme.

La vida después de la vida, en esta perspectiva, significa que además de la vida biológica hay una vida simbólica que reúne las siguientes características: nos precede, nos acompaña y nuestra experiencia se retroalimenta con ella, viéndose modificadas mutuamente ambas -vida simbólica e historia de vida-. Dicho de otro modo, la vida simbólica corre por vías distintas que la biología y que la historia de vida, considerada esta última como el camino efectivamente recorrido (me refiero a lo que podríamos resumir como datos biográficos: nació en tal lado, fue hija de x, estudió tal carrera, trabajó en tal lugar, etc.).

Me interesa esta última idea porque, si coinciden con esta mirada, significaría que ocuparse de la vida después no sería una especie de trabajar para el bronce ni mucho menos -que cuando adviene lo hace luego del mármol- sino un trabajo de orfebrería minucioso, artesanal y por qué no artístico -también ético, estético y político- realizado sobre nuestros actos y sus consecuencias, en nuestro presente cotidiano. Entonces, pensar así la vida después es pensar la vida hoy.

En el último capítulo de Vivir mejor. Un desafío cotidiano (2021) me he explayado ampliamente sobre este tema. El punto que me interesa dejar señalado aquí es el siguiente: existe la vida después de la vida y conviene tomar posición al respecto.