Sexualidad histérica

COLUMNA INVITADA

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Transcribo aquí, más o menos como puedo, con los nombres y otras circunstancias cambiadas para proteger la identidad de los protagonistas, una historia escuchada hace dos décadas en mi consultorio de la ciudad de Buenos Aires.

Andrea miraba el mundo como desde un salón vip. Su expresión era de clara superioridad. Era una joven atractiva, aunque se notaba que no se sentía muy feliz con su belleza o, mejor dicho, no creía realmente que fuera linda. Esto se observaba en sus excesivos arreglos que alguna vez algún malintencionado caracterizara como “una campesina con su vestido de domingo”. De todos modos era agradable, aunque su belleza tal vez divergía de los cánones de la moda. Era delgada, alta, una cara más bien alargada, acaso su punto débil fueran sus piernas -pensaba ella- levemente combadas, “algo chuecas”. Pero sin duda podía ser hermosa.

Su aparente dureza y ostensible antipatía se dirigían siempre hacia sus congéneres y a aquellos hombres que, por no estar marcados por el deseo de alguna otra mujer, no le resultaban deseables en absoluto. En cambio, cuando un varón que atraía el interés de otras -o de quien se sabía que su vida sentimental estaba ocupada por alguna dama- se dirigía a ella, Andrea sencillamente se derretía ante los ojos del caballero. Las palabras del galán de turno eran campanas cuya reverberación la aturdía, la mareaba; le alteraba la voz, la respiración, la piel y todo eso era señal de largada para una competencia compulsiva. Mejillas enrojecidas, comisuras de los labios trémulas, voz que se entrecorta, risitas histéricas, manos entorpecidas y Cruela de Ville convertida, de repente, en una mezcla de Heidi y Mata Hari.

Muchos de estos señores quedaban encantados con la seducción de Andrea que parecía dispuesta a todo. Luego, progresivamente, intensificaba los acercamientos y la agitada señorita no escatimaba llamadas y mensajes. Durante el día, en el teatro de la vida -el trabajo, la facultad-, Andrea juraba a su mejor amiga que no sabía por qué tal personaje masculino se mostraba interesado en ella y hasta llegaba a creerse ella misma el rol de acosada. Sin embargo, la joven seguía adelante con sus estrategias, entre mensajes, encuentros “accidentales” propiciados secretamente y mesas de café. Finalmente, todo se desmoronaba cuando el hombre quería seguir los caminos sugeridos por la conducta de la mujer.

Con Javier las cosas fueron distintas. Llegados a un punto bastante avanzado del trillado pseudo-noviazgo Andrea empezó a demandarle y a hacerle escenas de celos al joven como si se tratara realmente de su novio, cuando ella lo conoció como a un hombre casado y con familia, y cuando este nunca hubiera insinuado ningún tipo de relación más estrecha. De hecho, habían existido solo conversaciones telefónicas y encuentros en el bar de la esquina de la facultad. Sin embargo, ella estaba cautivada por la presencia de Javier y, en su amor apasionado, afloraba un nuevo personaje: ella quería manejarlo como a un títere, como a un pelele y, en un lenguaje típico de matrimonio viejo que se dan órdenes en un clima anti-erótico, le formulaba reproches variopintos. Que no me llamaste, que quién era esa, que qué hiciste el fin de semana y así. Sin siquiera una primera cita de amor. Sin haberse entregado a un beso.

Javier estaba cansado ya del juego y de no ser por los insistentes mensajes de Andrea no se hubieran encontrado otra vez en el bar. Ella le reprochó que no la llamara y él se calentó con su escote pronunciado y sus labios entreabiertos. Ella le preguntaba insistentemente qué le pasaba, ya que él no hablaba. Él dijo que nada, que era inútil forzar la situación, que en realidad no tenían nada en común. Ella dijo que era cierto, tratando de disimular el profundo dolor que esa frase le provocaba. En el fondo, ella sabía que Javier tenía razón y que muchas de las cosas que él tenía y que ella admiraba, relacionadas con la profesión y con cierto prestigio ganado en ámbitos intelectuales, a ella la dejaban absolutamente fuera, en los suburbios más lejanos de esas esferas. Pagaron el té y el café, se dirigieron a la puerta, él la miraba intensamente. Estaba excitadísimo y era más fuerte que su voluntad el posar por lo menos su mirada en la hendidura abierta entre sus dos pechos y verla luego directo a los ojos buscando un atisbo de complicidad, de compañía.

Caminaron y luego de unos pocos metros él la tomo suavemente del brazo y posó sus labios sobre los de ella. “No, Javier, así no”, dijo la rubia. Él dijo algo así como que quería lo mejor para los dos, pasar un buen momento y luego cada uno a sus cosas, mientras señalaba un albergue transitorio que estaba allí en frente. Ella se turbó, casi lloró y dijo que no se lo había imaginado de ese modo, que sentía algo muy especial, “yo me había imaginado algo muy lindo con vos”. Javier, en ese momento, tratando de disimular su vigorosa erección bajo el pantalón, supo que una simple mentira, un mero engaño era lo que ella le pedía para acceder gustosa al motel.

* Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis de la Universidad de Buenos Aires. Co-Director de la Maestría en Psicopatología (UCES). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).