Martín Alomo

Saturnalia navideña, bacanal domesticada

COLUMNA INVITADA

Martín Alomo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Martín Alomo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Desde el psicoanálisis, pienso en dos tipos de pulsiones que dan la clave cuando el sentido religioso de la fecha está oculto o acaso perdido tras los rituales corrientes: básicamente comer en exceso y regalarse objetos. Supongo que esta es la versión navideña de muchas familias latinoamericanas, una festividad despojada de contenido religioso más allá de algún pesebre decorativo y manjares varios -los que se pueda en cada casa- acompañados de frutas secas, abrillantadas y turrones hipercalóricos, como si realmente estuviéramos en el invierno nórdico.

Una semana antes de conmemorar la fecha de la circuncisión de Jesús -hecho muy bien estudiado y analizado por Arnaldo Rascovsky en su clásico libro El filicidio- nos reuniremos a celebrar una navidad que paganizada se asemeja al carnaval, aunque con la especificidad pulsional mencionada: comer y regalar. En la festividad de febrero, en cambio, el acento recae sobre dos características básicas: por un lado, la pulsión preponderante está ligada a la carnalidad erótica, a una liberación sensual; por otro, al disfraz, al relajamiento de los roles y los semblantes, como en la canción de Serrat: “Hoy el noble y el villano, el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano sin importarles la facha”. Si se quiere, podríamos pensar a la navidad paganizada como a una especie de carnaval deserotizado. O mejor, podríamos decir que si la erótica del carnaval es correlativa del intercambio de roles y la liberación de los sexos, en cambio, la erótica de una navidad secularizada tiene aspectos más bien regresivos: comer y dar / recibir, o bien no dar. Dicho de otra manera, en la navidad seglar la característica está dada por la voracidad y la analidad.

Los roles familiares

Para plantear el tema, les propongo recordar el film clásico de Woody Allen “Hannah y sus hermanas”. El personaje protagónico que da el nombre a la película -interpretado por Mia Farrow- tiene el rol de cohesionar y sostener la unidad familiar. Ella es amorosa y generosa. Además, exitosa en la profesión y aparentemente bienaventurada en lo sentimental. Eso la vuelve un personaje admirado y, como sucede muchas veces con la admiración, su otra cara suele ser la envidia. Con este planteo, la mesa está servida para que todos los integrantes de la familia extendida “sateliten” a la anfitriona año tras año. Hannah es una especie de motor inmóvil aristotélico en torno del cual el movimiento de la vida se hace posible y, en ese sentido, la película nos muestra una gama variopinta de personajes que contrastan con su estabilidad central. Se trata de inestables de todo tipo: veletas, perezosos, inmaduros, distraídos, angurrientos, egoístas, mezquinos, etc.

Fuera de la pantalla grande, en torno del comer y el don que se da o se retiene, seguramente también podemos observar en nuestras familias una distribución desigual de los roles. Algunas veces, esta asimetría obedece a momentos, a etapas vitales, a situaciones coyunturales. Pero otras, estos roles están cristalizados y, como en el caso de Hannah, tanto los anfitriones y “dadores” como los satélites suelen reincidir en cuanto a quienes los encarnan y a las características de los personajes.

La lógica comandada por las pulsiones orales y anales a través de la comida y la circulación de regalos hace de la mesa navideña, más o menos despojada del motivo religioso, una especie de bacanal morigerada, doméstica, en la que las familias tramitan sus afectos con sus puntos de impasse, esos lugares donde las emociones se dificultan y quedan trabadas en los anquilosamientos de algunos lugares que parecen fijos y que, por lo tanto, pueden producir cierto agobio ante la perspectiva de la reproducción de lo mismo.

También existe el placer de dar y la alegría de hacer sentir bien al ser querido, a los hijos, a los padres, a los otros, por supuesto. Me refiero a esa satisfacción que nos retorna a través del agrado que nos produce la felicidad del otro. Nada de lo dicho aquí impugna la posibilidad de disfrutar de una mesa navideña placentera, al contrario.

En una tradición de diciembres complicados sería bueno tener en cuenta que la satisfacción de las pulsiones más primarias, como son la oralidad y la analidad, implica cierto grado de desconexión, de goce solitario -tendencia a prescindir del otro-. Este tipo de satisfacción pulsional conlleva también algunas características de comportamiento; por ejemplo dos: una agresividad hacia el otro que, llegado el caso, podría manifestarse como hostilidad; ciertas estrategias de manipulación de los vínculos. Si bien estos componentes no del todo saludables para los vínculos afectivos, de modos más o menos sublimados suelen estar presentes casi siempre, sería bueno ser cuidadosos con los otros si queremos mantener la fiesta en paz.

Feliz Navidad.

* Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Metodología de la Investigación. Profesor de y Licenciado en Psicología (UBA). Codirector de la Maestría en Psicopatología (UCES). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).