Pedro Sánchez Rodríguez

Sobre el interés general

FRENTE AL VÉRTIGO

Pedro Sánchez Rodríguez *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Pedro Sánchez Rodríguez 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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La confrontación entre el imperio de la ley y el Gobierno de la mayoría, es una batalla ideológica, pero no irrelevante. La ley, dice Przeworski, no es independiente de la voluntad de la mayoría en un marco institucional o, más bien, no debería de serlo.

Este argumento debe ser matizado por las reglas de construcción de mayorías y de representación política; por mecanismos de rendición de cuentas, garantías de protección e igualdad de acceso a derechos fundamentales; por condiciones que generen pluralidad en la competencia política y económica y, por un ambiente que fomente la participación social y ciudadana. Depende de esos matices —cuando se fomentan y se perfeccionan—, que se puede afirmar que las leyes corresponden a la voluntad de la mayoría.

No hay país en el mundo que cumpla óptimamente con todas estas condiciones. Hay países que garantizan el acceso a derechos sociales, pero la intromisión del Estado en las vidas privadas es ofensiva. Estados en donde las regulaciones económicas son tan laxas, para fomentar la inversión y el crecimiento económico, que producen desigualdad y pobreza. Aún con todo eso, la doctrina sostiene, que los estados sociales y democráticos tienen como fin último el bien común, el interés general.

En México, uno se encuentra con interpretaciones del interés general tan diversas, como quienes defienden que el bien común es la agregación individual de intereses. Quienes interpretan que el interés general es la transformación del país o que el fin supremo es derrotar al Gobierno en turno. Es bajo esos fines ideológicos —que difícilmente tienen un nexo representativo claro, entre ciudadanos y políticos—, que se cambian constituciones, se aprueban leyes, se expiden reglamentos, se implementan políticas públicas o se conforman plataformas electorales.

Pero también bajo esa construcción abstracta, se justifican sobornos para construir coaliciones parlamentarias, con el fin de aprobar reformas que estimulen los mercados energéticos o de telecomunicaciones; o que se perdone que una funcionaria pública cobre una parte de los salarios de sus subordinados, con el pretexto de que la transformación les hará justicia, o que un partido político quiera consolidar su posición proponiendo a un candidato frívolo y a todas luces incapaz, para lidiar con un estado como Quintana Roo. El fin justifica los medios.

Ni los medios que utilizó el PAN del 2006 y que nos tienen sumidos en la barbarie; ni los del PRI del 2012 que corrompieron la competencia económica leal que nos daría crecimiento; ni los de la administración de 2018 que corroe las bases mismas de la transformación, ni la postulación de candidatos populares, pero incompetentes, que socavan la reputación de la oposición, se justifican por sus resultados. Se tratan de medios que nada tienen que ver con un interés general, que en cualquier estado democrático y de derecho, es concreto y diáfano: la mejora continua e integral de las condiciones de vida de las personas.