Rafael Rojas

La despedida de Pompeo

APUNTES DE LA ALDEA GLOBAL

Mike Pompeo, en una foto captada el pasado 9 de diciembre.
Mike Pompeo, en una foto captada el pasado 9 de diciembre.Foto: AP
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Mike Pompeo se está despidiendo de la Secretaría de Estado de Estados Unidos con una serie de decisiones que buscan complicarle el trabajo al nuevo equipo de Antony Blinken. Las declaraciones de funcionarios de la nueva administración demócrata en el sentido de avanzar en un rediseño de la política hacia Cuba han provocado esa despedida agresiva y peligrosa.

De esas declaraciones se infiere un posible regreso a la estrategia de normalización diplomática de Barack Obama, que sería muy saludable no sólo para Cuba sino para toda la región. Uno de los mayores aciertos de la política obamista fue el tratamiento casuístico y diferenciado de gobiernos como los de Venezuela, Cuba y Nicaragua que, tradicionalmente, son asumidos como aliados incondicionales.

La normalización obamista produjo fisuras como las que se observaron en la Cumbre de las Américas de Panamá, en 2015, que alentaron las vías diplomáticas o rebajaron las expectativas de los mecanismos punitivos. Una diferenciación de las políticas hacia esos tres países restaría incentivos a las alianzas autoritarias y obstruirían el rejuego geopolítico de Rusia, China y otras potencias globales en la región.

En momentos en que se renuevan las oposiciones internas en esos países, el aumento de la hostilidad desde Washington produce mermas considerables de su autonomía y legitimidad. Al reforzar la dependencia de Estados Unidos de actores que, mayoritariamente, apuestan por democracias soberanas, se generan efectos perversos o paradójicos, que abren el campo a las fuerzas más inmovilistas y represivas en esos tres países.

Si se concreta el anuncio que hiciera el New York Times hace unos días, en el sentido de que Pompeo volvería a incluir a Cuba en la lista de estados patrocinadores del terrorismo, la nueva administración Biden-Harris tendría mayores dificultades para recuperar la agenda obamista. Ese tipo de medidas, además de a un debilitamiento de las corrientes reformistas, contribuye a la capitalización doméstica del diferendo con Cuba desde el conservadurismo republicano.

Esa capitalización doméstica de conflictos internacionales, que hace de las crisis de Venezuela, Cuba o Nicaragua, temas de política interna en Estados Unidos, va de la mano de la propia capitalización ideológica del autoritarismo en dichos países. Lo hemos visto en días recientes en Caracas o La Habana, donde élites fuertemente interpeladas por un extendido abstencionismo electoral o por una juventud crítica, aprovechan la tensión con Washington para justificar la represión.

Cada gesto de presión desde el gobierno de Estados Unidos es instrumentado por esos regímenes para deslegitimar a las oposiciones y las disidencias. En Nicaragua, por ejemplo, Daniel Ortega se prepara para manipular las elecciones de 2021, en las que buscará imponer su enésima reelección, por medio de una ley de “defensa de la independencia, la soberanía y la autodeterminación”, muy parecida a la que rige en Cuba desde fines de los años 90, como parte del dispositivo jurídico concebido como “antídoto” de la Ley Helms-Burton, del congreso de Estados Unidos, que formaliza el embargo comercial.

De acuerdo con esas leyes, en Cuba y Nicaragua, la oposición sería esencialmente antinacional, por su dependencia financiera y política de Estados Unidos. La lógica perversa de esas medidas de Washington muestra una perfecta consonancia o funcionalidad al apuntalar el cierre del espacio político interno en países donde la soberanía se vuelve un mecanismo de chantaje, que favorece la restricción del pluralismo.

La criminalización de los opositores como actores antinacionales es una constante en esos regímenes autoritarios. Después de décadas de represión sistemática y violación de derechos humanos, el gobierno de Estados Unidos incurre en errores de siempre, que parecieran ser consustanciales a su política exterior.