Valeria Villa

Confesión

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Valeria Villa
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Hay una idea que se repite desde hace una década y que tiene como protagonista a mi padre, quien murió de un infarto el 7 de noviembre de 2012. Pienso muchas veces en la dificultad nunca superada para tener una relación amable y amorosa con él. Cuando falleció pensé que era poco lo que perdía, porque estuvimos distanciados durante mucho tiempo y pensé que así estaba bien. Vernos poco fue la forma de evitar los enfrentamientos que definieron nuestra relación.

Contar esto es difícil por varias razones: por un lado, porque algunos de mis pacientes sabrán que somos compañeros del mismo dolor y que cuando me cuentan de padres distantes, exigentes, difíciles de entender, con los que nunca han podido comunicarse, sé bien de lo que me están hablando. También es difícil porque por mi profesión, es posible que algunas personas supongan que tengo resueltos todos mis asuntos emocionales y que he hecho todos mis duelos de acuerdo al manual. No ha sido así, en este caso en particular. Se llamaba Raúl y murió inesperadamente. No hubo tiempo para hablar, para pedirnos perdón, para contarle, sin miedo a la descalificación, sobre la mujer en la que me había convertido aunque él no lo aprobara. Nos hizo falta tiempo, como dice la canción.

Durante el año que está por terminar, he pensado obsesivamente que a los casi 53 años sigo sin entender muchas cosas sobre mi vida, que parece seguirá desplegándose sin final. Como si vivir se tratara sobre todo, de aceptar que hay cosas que jamás podremos entender. De procesar los traumas infantiles, los de rechazo y de abandono sobre todo. Como si cruzar la barrera de los 50 años fuera una graduación emocional obligada, porque ya no cabe el pretexto de la juventud o de la falta de experiencia, que durante tanto tiempo nos exime de asumir nuestra historia de forma radical. La obsesión persiste porque lo que parece resuelto se tiene que volver a resolver. Porque lo que creo que está en el pasado, procesado, elaborado, acomodado en algún buen lugar, se vuelve a desacomodar y hay que empezar otra vez.

Con la esperanza de que los años me hayan dado algo de sabiduría y de ligereza para vivir, siento, desde hace poco, que todo lo que llamamos sanar emocionalmente, hacer duelos, procesar lo perdido, aceptar las consecuencias de lo que hemos decidido y también de lo que no, tiene que ver con el perdón como la posibilidad de aceptar que las cosas fueron así porque no podían ser de otra forma, que todos hacemos lo que podemos y que no existen padres ni madres ideales más que en nuestras fantasías infantiles. He comenzado a entender a mi padre, que era inflexible porque fue el único camino que encontró para salir del caos familiar en el que nació. De pronto comencé a recordar con ternura sus intentos por acercarse, su torpeza para querer, su rigidez debajo de la que se escondía amor y preocupación. Parece que todo, todo, todo, se trata de perdonar, de entender aunque no entendamos, para poder seguir adelante con el cuerpo más ligero, para vivir mejor.

Felices fiestas

*Esta columna volverá el 13 de enero de 2023