Esa vieja mentira

Esa vieja mentira
Por:
  • juliot-columnista

Ayer, 11 de noviembre, se celebró el centenario del armisticio de la Primera Guerra Mundial, cuando, en el vagón de un tren en el Bosque de Compiègne, los aliados y el imperio alemán pusieron fin a un conflicto que se cobró la vida de aproximadamente veinte millones de personas.

Y un día antes, durante un memorable segundo, Angela Merkel y Emmanuel Macron juntaron sus cabezas en un gesto de hondo simbolismo (Trump decidió no asistir porque, al parecer, lloviznaba).

De la Gran Guerra sorprende, en primera instancia, que se haya llevado a cabo: los historiadores coinciden en la concatenación de pésimas decisiones y en la certeza, de quienes las tomaron, de la altísima cifra de muertos que desencadenaría (los instrumentos para matar eran nuevos y brutales, y los soldados, jovencísimos). Llama la atención también que, además de su legado de sangre, el conflicto haya dejado tan alto número de testimonios literarios: memorias, novelas y muchísima poesía. Son textos que leemos de manera diferente, reconociendo su indudable valor literario pero a sabiendas de que fueron escritos en el filo de la vida y de la muerte. Muchos nombres de autores vienen a la mente, como las memorias de Robert Graves, Gabriel Chevallier (“ya a los 19 años pensaba que no había ninguna grandeza en hundir un arma en el vientre de un hombre”) y Ernst Jünger; las novelas de Erich Maria Remarque, Ernest Hemingway, Céline; la terrible sátira de Jaroslav Hasek … Y, sin duda, hay un lugar reservado para los poemas que en esos años se escribieron, muchos de ellos a pie de trinchera. Tan es así, que el término “poetas muertos”, que hoy es una especie de cliché, solía adjudicarse a los jóvenes que alcanzaron a expresar su terror, su enojo y su valentía en esos fatales años.

Más nombres vienen a la mente: Apollinaire,

Sassoon (también autor de unas formidables memorias), Rosenberg, el propio Graves, Rupert Brooke (autor de los, tal vez, tres versos más famosos de la guerra: “Si he de morir, recuérdenme por esto:/ que hay un rincón en un valle extranjero/ que para siempre es Inglaterra…”) , Ungaretti (“Después de tanta/ niebla/ una por una/ aparecen/ las estrellas.// Respiro/ el aire fresco/ que el color del cielo/ me ofrece.// Sé que soy/ una imagen/ pasajera// atrapada en un círculo/ inmortal”) y Wilfred Owen, por mencionar un puñado. De este último se acaba de cumplir el centenario de su muerte, es decir que muy poco antes de que sonaran las campanadas del armisticio, los padres de Owen recibían el telegrama de su fallecimiento. Un célebre poema de Owen es siempre pertinente: se trata de “Dulce et decorum est”, título que hace referencia a un verso de Horacio y que traducimos como “dulce y honroso es morir por la patria (pro patria mori)”. Cumbre del antibelicismo, en su texto Owen detalla con deliberada crudeza los horrores producidos por el gas mostaza, la ceguera, los pulmones deshechos, la agonía y el dolor (“obsceno como el cáncer, amargo como el pus”). Y termina el poema dirigiéndose a su lector, diciéndole que, si hubiera estado en esa pesadilla,

“Amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo,

a los niños que arden ansiosos de gloria,

esa vieja mentira: dulce et decorum est

pro patria mori”.