Anarquía pura y aplicada

Anarquía pura y aplicada
Por:
  • larazon

Fernando Escalante Gonzalbo

En abril de 1936 comenzó Paul Valéry la redacción de unos apuntes con el título: Principios de anarquía pura y aplicada. No terminó el proyecto, que quedó en un pequeño cuaderno de 184 páginas con notas más o menos desorganizadas, incompletas, algunas ideas apenas en esbozo. La última entrada corresponde a la crisis de Checoslovaquia, septiembre de 1938.

Valéry no era un hombre político. No firmaba manifiestos, no tenía ninguna militancia ni hubiera podido tenerla: “todo régimen es absurdo o inhumano, o las dos cosas”. Pero le interesaba la política como forma dramática, como indicio, como límite. Escribía a partir de la experiencia de la Guerra del 14, en los años de Mussolini, de Hitler y Stalin, de la agónica Tercera República francesa, años de una demagogia rampante dondequiera que se mirase. Y le interesaba la política como fracaso. Su reacción está en esa idea del anarquismo: la más radical, inteligente, insobornable, pacífica y civilizada —y absolutamente reacia a cualquier entusiasmo.

La piedra de toque es muy obvia: “Todo poder es despreciable”. La dificultad consiste en tomársela en serio, y mantener el mismo criterio para cualquier forma de poder, es decir, mantener una mirada fundamental, absolutamente desencantada. Es algo muy básico, una cuestión de método: “Anarquista es el observador que ve lo que ve, y no lo que habitualmente se ve”. Sigue un ejercicio de desengaño frío, desapasionado.

La política necesita el entusiasmo, grandes ideas, grandes, conmovedores sentimientos. El honor, el sacrificio, la abnegación. Si se mira bien, no son sino coartadas que la gente necesita darse para obedecer. El poder está en otra parte. “La potencia pública descansa sobre las partes más bajas de cada persona, las partes más sensibles: la credulidad, la inercia, la irreflexión, el miedo, la imitación, las impresiones…”. La materia prima con que trabajan los políticos es la simpleza de unos, la vanidad, la avaricia ingenua, la estupidez de los otros. No hay nada respetable en eso, nada admirable. Sin hacer muchos aspavientos, Valéry recomienda una medida profiláctica: “Hay que cuidarse de los que hablan con megáfono; los que injurian, insultan; de aquéllos cuyos discursos son los de una potencia mayor que un hombre; los que hacen hablar a cosas ficticias: el Pueblo, la Historia, los dioses y los ídolos…”. No es muy difícil, salvo que a la gente le gusta estar con los demás, hacer como los demás, insultar con los demás, y atender al del megáfono.

La explicación tiene un dejo elitista: “Toda sociedad exige una disminución o un no-desarrollo, o incluso una represión del ejercicio libre, completo de la facultad mental”. Más todavía: “El partido más numeroso reúne necesariamente el mayor número de tontos; y no sólo porque es el más numeroso, sino también porque los tontos se atraen entre sí incomparablemente más que los no-tontos”. Es el mismo motivo, desde otro ángulo: la vida en sociedad necesita ilusiones, credulidad, esa forma menor, discreta de la tontería que consiste en el deseo de creer, y estar acompañado. La alternativa sencillamente no es social. Está dicho con una sobriedad luminosa y triste en uno de los pasajes conmovedores del cuaderno: “Hay cosas que no son verdaderas a todas horas, que difícilmente son verdaderas cuando uno está solo y se despierta en medio de la noche; que se vuelven más verdaderas delante de los otros, y más que verdaderas cuando los otros forman una multitud”.

El anarquismo de Valéry no pide una inteligencia excepcional, sino un valor excepcional —el que hace falta para quedarse solo. Y ver las cosas como son. Mi frase favorita, sin duda: “La opinión de ‘más de un individuo’ (>1) no tiene más que una importancia material, que depende de ese número ‘>1’ y no de la opinión en sí misma”. Es la única regla digna de la inteligencia, mantenerse en ella es prácticamente incompatible con la vida social. Y seguramente en eso estriba su belleza. El remache está en la segunda página del cuaderno, ni las masas ni los grandes hombres: “No se debe creer ni seguir a nadie por el lugar que ocupa, por su poder ficticio”.

Llego a Valéry casi por casualidad, leyendo la prensa de estos días. No me lo imagino robando papitas en un supermercado, ni pateando a nadie, ni con un pasamontañas. Me gusta la hondura, la dignidad que confiere a la palabra anarquía.