Harvard

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Por:
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Fernando Escalante Gonzalbo

En el espacio público hay siempre un sistema de reconocimiento relativamente simple, que establece el prestigio, la autoridad, la importancia que tiene la opinión de quien sea. El mecanismo más obvio es la fabricación de la fama, en general a través de la televisión —no tiene mayor interés. Es mucho más problemática la autoridad que se confiere a los académicos. No sólo es exagerada, sino que está fuera de lugar.

Los académicos pueden efectivamente tener una autoridad particular, pero sólo en su campo, en los asuntos concretos que estudian. Y sólo porque ofrecen la información, las referencias, los datos, los documentos sobre los que apoyan sus conjeturas, para que otros puedan discutirlas. Es decir, que la autoridad académica es siempre condicional, debatible —es autoridad porque se discute. En cambio, los académicos que intervienen en el espacio público lo hacen normalmente para opinar sobre asuntos que no son de su estricta especialidad, pero sobre todo adoptan un tono muy distinto —opinan sin necesidad de aducir pruebas, exponer datos, bibliografías, fórmulas o documentos. Dicho en otras palabras, no intervienen como académicos. Y por eso la autoridad que se les confiere está fuera de lugar. Desde luego, en ocasiones pueden tener una opinión mejor informada, pero con frecuencia se limitan a improvisar, como cualquiera.

Es más equívoca todavía la autoridad que deriva del nombre de las instituciones, y que es una especie de aura. Si se presenta a alguien no sólo como economista, historiador o demógrafo, sino economista del ITAM, o ingeniero de la UNAM, o sencillamente profesor de la UNAM, se añade una nota de prestigio que corresponde a la corporación. En realidad, a la imagen pública de la corporación. Me interesa lo siguiente. La operación mediante la que se confiere autoridad a alguien por estar empleado en una institución es absolutamente contraria al procedimiento por el que se construye la autoridad académica. El aura de la marca corporativa es para ahorrar explicaciones, pruebas, dudas o preguntas.

Es inevitable. El espacio público necesita una estructura. No permite discusiones como las que se producen en los espacios académicos. Y por eso se produce esa especie de taquigrafía del prestigio. Tiene derivaciones que importan, porque la autoridad corporativa puede amparar cualquier cosa.

No es achaque mexicano. En Estados Unidos, un lugar equiparable al que puede tener entre nosotros la UNAM lo tienen unas cuantas universidades: Berkeley, Stanford, Yale, muy especialmente Harvard. Ese prestigio se usa para muchas cosas, que tienen poco que ver con el trabajo académico. En particular, sirve para acreditar en el espacio público ideas que no serían sostenibles en una discusión exigente. En el Harper’s de este mes publica sobre eso Jeff Madrick un ensayo que vale la pena. Se refiere exclusivamente al departamento de economía de Harvard, al uso del prestigio corporativo para acreditar una agenda política: “Casi todas las malas ideas económicas que han tenido alguna influencia en las últimas dos décadas han recibido el apoyo de Harvard”.

El integrismo del “déficit cero”, por ejemplo, se volvió presentable gracias a una serie de artículos de Alberto Alesina y su equipo sobre la “austeridad expansiva”, es decir, la idea de que la reducción del gasto público puede servir para inducir el crecimiento de la economía. En la academia nadie se lo toma en serio, pero en el espacio público circula con el marbete de Harvard. Algo parecido pasa con la idea de pagar a los ejecutivos de las grandes compañías con opciones de compra de acciones, una ocurrencia de Michael Jensen, de Harvard. La idea supone que el precio de las acciones en la bolsa refleja el valor real de las empresas, de modo que los ejecutivos sólo pueden ganar con sus opciones de compra si la empresa funciona bien; en la práctica, el sistema induce a la reducción de costos para aumentar los beneficios a corto plazo, y el valor de las acciones, aunque eso termine por destruir a las empresas.

Más: Greg Mankiw ha explicado, con la autoridad de Harvard, que el aumento de la desigualdad es un resultado inevitable en una sociedad justa, que recompensa adecuadamente el mérito; y que cobrar mayores impuestos a los ricos inhibe la creatividad, el trabajo, el esfuerzo, y tiene un efecto negativo sobre el bienestar general. Más: Jason Richwine, Harvard, demostró en su tesis de doctorado que los inmigrantes de origen hispano tienen una inteligencia inferior a la de los norteamericanos, y que por eso preferirían siempre vivir de la seguridad social en lugar de trabajar y progresar en la vida. Más: Niall Ferguson explicó alguna vez que Keynes no se preocupaba por el déficit porque era homosexual, y no tenía hijos.

Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart, de Harvard, sí, popularizaron la idea de que hay un límite absoluto del endeudamiento —que frena a la economía en seco cuando llega al 90 por ciento del PIB. Los datos dicen eso, una vez deshuesados, condimentados y cocinados adecuadamente —y una vez que se esconden los que dicen lo contrario.

Pienso en otros casos. Harvard también acreditaba las soflamas racistas de Samuel P. Huntington, por ejemplo. Nos falta mucho todavía para entender la complicada relación del campo académico y la vida pública. Empecemos por lo más obvio: es un problema.