Julia Kristeva y la cultura de la delación

Julia Kristeva y la cultura de la delación
Por:
  • rafaelr-columnista

Si se hiciera un glosario del pensamiento de la escritora y teórica francesa, Julia Kristeva, algunas palabras como perversión y revuelta, lenguaje y rebeldía, depresión y sin sentido, aparecerían en grandes caracteres. Pero ningún otro concepto ha sido tan recurrente en la obra de Kristeva, desde su temprano y muy influyente ensayo El texto de la novela (1974), como el de transgresión. La obra de Kristeva puede ser leída como un largo monólogo sobre la transgresión en cualquier campo de la cultura.

 

Un semanario francés ha publicado una supuesta ficha de los archivos búlgaros en los que Kristeva aparece como informante de los servicios secretos de ese país comunista en 1971

 

Como su esposo Philippe Sollers, Kristeva no sólo se ha interesado en el arte de la novela sino que ha incursionado en el género de la ficción. Los samuráis y su más reciente Asesinato en Bizancio son buenas muestras de un tipo de ejercicio narrativo, emprendido por semiólogos, que con frecuencia es asumido como impostura o atrevimiento. Hay, como evidenció el caso de Umberto Eco, poca tolerancia gremial, entre escritores, a la incursión de los críticos en la prosa de ficción.

Kristeva, nacida en Bulgaria en 1941, llegó a París en 1965 y pocos años después ya estaba sentada en la mesa del banquete post-estructuralista, como miembro del consejo editorial de la revista Tel Quel. Entre fines de los 60 y principios de los 70, el núcleo de aquella publicación se acercó al maoísmo, pero sus lecturas heterodoxas de la tradición marxista lo enfrentaron con los socialismos reales de Europa del Este.

Rolland Barthes contó en su Diario de mi viaje a China aquella aventura con Sollers y Kristeva. Los ensayos de Kristeva en los 70 estaban tan lejos del marxismo soviético de Moscú o Sofía como cerca del psicoanálisis, la lingüística y el feminismo, tres coordenadas que poco o nada tenían que ver con los manuales de Konstantinov y Afanasiev. La marca del 68 se fijó de manera precisa y perdurable en la obra de Kristeva, al punto de que tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, su mayor preocupación era que con el llamado “fin de las ideologías” se descartara todo “porvenir de la revuelta”.

[caption id="attachment_720126" align="alignnone" width="696"] Julia Kristeva, en la Basílica de Santa María de los Ángeles y los Mártires, en Asís, Italia[/caption]

Ahora un semanario francés ha publicado una supuesta ficha de los archivos búlgaros en los que Kristeva aparece como informante de los servicios secretos de ese país comunista en 1971. En su respuesta a las acusaciones, la filósofa ha recordado que hasta 1989 ella fue considerada por la cultura oficial búlgara una “renegada de la patria”, lo cual es rigurosamente cierto. Todo el post-estructuralismo francés era percibido desde la ideología hegemónica del bloque soviético como parte de un dañino revisionismo izquierdista occidental.

Si es cierto que Kristeva fue informante del régimen comunista búlgaro se habría confirmado ya no una transgresión sino una perfecta ambivalencia. Mientras en la teoría, la pensadora era una crítica permanente del dogmatismo marxista-leninista y del intervencionismo soviético en Europa del Este, en la práctica auxiliaba a uno de aquellos socialismos reales en su labor de represión sistemática. Si no es cierto, los verdaderos delatores serían quienes calumnian a la filósofa.

 

Los ensayos de Kristeva en los 70 estaban tan lejos del marxismo soviético de Moscú o Sofía como cerca del psicoanálisis, la lingüística y el feminismo

 

El siglo XXI y su efervescencia mediática atizan la cultura de la delación. Hoy se habla abiertamente de los derechos de los “whistleblowers” y se practica cotidianamente el método de la revelación. Vivimos una era de desenmascaramiento e inculpación, que tiene su dosis de justicia y equilibrio, pero también de revancha puritana, que reactiva viejos demonios de la Guerra Fría, como el macartismo. La trama de una Julia Kristeva espía queda como anillo al dedo a un anticomunismo viejo pero, por lo visto, irreductible.