Los motivos del lobo

Los motivos del lobo
Por:
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Fernando Escalante Gonzalbo

En 1967, Daryl Gates organizó en la policía de Los Ángeles el primer grupo de Armas y Tácticas Especiales (por sus siglas en inglés, SWAT). A mediados de los años noventa, la mayoría de las ciudades estadounidenses con más de 25,000 habitantes tenían una unidad parecida —entrenamiento y equipo militar, uniforme negro, cascos, armas de alto poder, chalecos blindados, el aspecto es imponente, muy conocido. Son grupos pensados para intervenir con rapidez, en situaciones que parecen particularmente peligrosas, y para intervenir con una fuerza avasalladora, se entiende.

En un año, el conjunto de los equipos de SWAT son empleados para unas 30,000 misiones en total —es decir, que diariamente hay alrededor de ochenta operaciones de ese estilo en el territorio estadounidense. Los grupos más activos acometen 700 al año, unas dos al día. Con ese armamento, esa organización, esa capacidad de fuego, un despliegue así parece una pequeña guerra civil. Y no tan pequeña.

Bien. Casi toda esa aparatosa presencia bélica es para la guerra contra las drogas. Sigue creciendo. Desde fines de los ochenta hay un programa federal de subvenciones a los cuerpos de policía, cuyo otorgamiento depende del número de arrestos, decomisos, redadas. Entre otras cosas, eso favorece la formación de los equipos de SWAT, y su empleo masivo en operaciones anti-narcóticos, porque son las que permiten arrestos fáciles, rápidos, numerosos. Tras un breve retroceso en los años de Bush Jr., el programa fue recuperado y ampliado por el presidente Obama, que le asignó un presupuesto récord, de dos mil millones de dólares en 2009.

Está todo eso, junto con muchas otras cosas, en el último libro de Radley Balko, una historia de la policía estadounidense, que se titula aproximadamente: El ascenso del policía guerrero. Entre sus hilos me interesa uno, bastante obvio. La evolución de las fuerzas de policía en los últimos cincuenta años ha sido orientada sobre todo por la política hacia las drogas. El tipo de armas, el entrenamiento, la organización táctica, la rutina de las operaciones, el modo de despliegue. El resultado, en Estados Unidos como en buena parte del mundo, es esa policía militarizada, en operación permanente, para arrestar a decenas de miles de consumidores, adictos, camellos, taxistas y pandilleros. Y un clima general de miedo, que se hace más intenso conforme se añaden armas, armaduras, escudos, pasamontañas, tanques, herrajes.

El debate sobre la legalización de las drogas es bastante aburrido, y tiene un interés puramente académico, a veces ni eso. No va a tener ninguna consecuencia. Es posible sutilizar infinitamente sobre los costos de la prohibición, si habría más o menos adictos, si los problemas derivados del consumo serían más o menos graves, si las drogas prohibidas son realmente así de peligrosas. Da lo mismo. La guerra contra las drogas se ha decidido por otros motivos, obedece a otros propósitos. La información médica, neurológica, epidemiológica, es irrelevante. Porque no se trata de eso.

La última marejada, que llega hasta hoy, comenzó a fines de los años sesenta, en Estados Unidos, con la presidencia de Richard M. Nixon. Es una historia interesante.

En la campaña de 1968 Nixon buscaba el voto del miedo. En particular, el voto de una clase media blanca asustada por la militancia de la población negra, los hippies, el movimiento antibélico, por los episodios de violencia callejera. Necesitaba una imagen que sintetizase todos esos miedos de la “mayoría silenciosa”, y que los alentase, y la encontró en las drogas, responsables de la destrucción de la sociedad norteamericana, un flagelo, una maldición que estaba diezmando a una generación entera de jóvenes —causa de violencias, delitos, corrupción. Además era una elección muy conveniente, porque el tráfico de drogas era por naturaleza un delito federal, es decir, tarea del presidente.

Ahora bien, el único problema que tiene la lucha contra las drogas es que es imposible. Sólo cabe hacer aspavientos, soltar discursos altisonantes, exhibir policías. A Nixon se le ocurrió algo más. Necesitaba hacer alguna cosa que acreditara su voluntad de luchar contra el flagelo, y algo que pudiera hacer por su cuenta, sin pedir dinero ni permiso a las cámaras. Así se decidió, el 21 de septiembre de 1969, la Operación Intercepción —una intensificación de la vigilancia que casi significó el cierre de la frontera con México durante dos semanas. No había ningún conflicto, ninguna amenaza que lo justificase, pero sirvió para confirmar el significado de las drogas, y de la guerra contra las drogas. A partir de entonces, la amenaza se volvió global, y se alistó al resto del mundo para la guerra. En ésas estamos, armados hasta los dientes.