Nuestros muertos están de fiesta

Nuestros muertos están de fiesta
Por:
  • larazon

Claudia Guillén

La cultura mexicana tiene una relación con la muerte que llama la atención a propios y a extraños. Una gran mayoría de las familias en nuestro país tiene un encuentro festivo con quienes ya no están vivos.

El olor a incienso y el humo de las velas inundan las atmósferas de las casas pues el altar de muertos está dispuesto para que ellos bajen a la tierra a probar algunos guisos humeantes que fueron de su preferencia, mientras formaban parte de “este mundo”. Las flores amarillas y rojas adornan esta ofrenda y no debe de faltar en ella un vaso de agua que permitirá que este tránsito entre la vida y la muerte sea más dócil para quienes tienen la encomienda de venir a la tierra a visitar a los “suyos”.

Desde que recuerdo sé que ésta es una fiesta mexicana que ha colmado los panteones de toda la República. Si bien esta idea es cierta, también, es verdad que se trata de una tradición precolombina que muchos siglos atrás en otras latitudes ya se llevaba a cabo. Es decir, basta echar un rápido vistazo a la historia para darnos cuenta que el 1 de noviembre se ha celebrado en diversas culturas y en diferentes épocas.

En la época precolombina había una gran fiesta que se transformó en el Día de Muertos que se celebraba en el IX mes del calendario solar azteca y duraba aproximadamente un mes. La deidad que la presidía era el dios Mictecacihuatl o “Dama de la muerte” que, con el paso del tiempo, se trasforma en el personaje que hoy conocemos como la Catrina. Al igual que en el presente estas fiestas se dedicaban a los familiares fallecidos o a los muertos en guerras y a quienes eran sacrificados.

En la tradición occidental antigua, particularmente, en el Imperio Romano se da la Gran Persecución de los cristianos en el año 303. Diocleciano toma la batuta de esta cruzada sangrienta para erradicar a este grupo que suponía una amenaza para el Imperio. El saldo fue un aproximado de tres mil 500 cristianos muertos y otros tantos encarcelados, torturados o desterrados.

En el siglo VII Bonifacio III obtiene el título de “patriarca ecuménico” y en ese mismo siglo fue obispo de Roma. El emperador Focas le obsequia el Panteón y Bonifacio decide que ese espacio se transforme en la iglesia de Santa María de los Mártires que serviría como memorial de todos las víctimas que habían muerto tres siglos antes, el tiempo de Diocleciano. Este panteón, según algunas fuentes, da pie a la Fiesta de todos los Santos. Si bien esta celebración se realizaba en el mes de mayo en el papado de Gregorio III (731-741) la fecha se cambia al 1 de noviembre.

Las coincidencias en las fechas en uno y otro continente podrían ser, en principio, una cuestión de azar. Sin embargo, no olvidemos que nuestro país integra a su cultura varias de las festividades religiosas de la península española y, por ende, la celebración de Día de Todos los Santos se lleva a cabo en una misma fecha.

Sin duda es apasionante encontrar el origen del momento que da pie a la celebración a la muerte. Entendida esta celebración como un homenaje a quienes ya sea por haber sido sometidos a una cacería cruel y sangrienta; o por defender su fe. O bien, para honrar a aquellos que en las ceremonias, de nuestra cultura previa a la conquista, morían de forma heroica ya sea como ofrenda para los todos los dioses que conformaban parte de la cosmogonía de los pobladores del continente americano antes de la llegada de los españoles.

Recordemos que tanto la filosofía católica como en otras culturas la muerte se presenta como una mejor forma de encontrar un mejor camino. Un camino que está cargado por recompensas fruto de nuestras acciones mientras nos encontramos en el mundo de los vivos. La muerte, entonces, deja de ser una figura macabra para transformarse idílica posibilidad de que permanezcamos de otra forma.

En el presente habrá muchos que piensen no hay nada después de que nuestro corazón deja de latir. Incluso me parece que algunos de los que ponemos la ofrenda de muertos, año con año, no estamos del todo convencidos de que haya un “más allá”. No obstante, en el caso de una servidora, es un placer muy particular ver cómo la luz de las velas ilumina a los santos que acompañan las fotos, en este caso, las de mis padres. Así como esperar con una grata paciencia que la comida y el alcohol que se sirve esta noche sea probado por esos seres entrañables que ya no están más con nosotros. Se trata, pues, de una cita en donde podemos integrar a la vida y a la muerte como lo que es: parte de la naturaleza humana.

En distintos puntos del país podemos encontrar altares los fieles difuntos en donde los coloridos, los olores y los sonidos explotan ante el espectador más exigente. Es el caso del panteón de San Andrés, en Mixquic, en donde el espectáculo que se realiza durante los primeros dos días del mes de noviembre se torna particularmente evocativo. Pues en él no sólo encontraremos en las tumbas las ofrendas creadas para quienes las ocupan, sino que a la par se escucha música y se escenifican algunas piezas relacionadas con el festejo. Quienes quieran acudir a este panteón lo harán dirigiéndose al suroeste del Distrito Federal. Nuestros muertos están de fiesta y podemos acompañarlos.

Nos vemos el otro sábado, si ustedes gustan.

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