Primera ronda

Primera ronda
Por:
  • larazon

Fernando Escalante Gonzalbo

La discusión de los asuntos fiscales suele ser muy reveladora, porque se trata de redistribuir cargas, costos, beneficios, privilegios, cosa que implica una interpretación material explícita de la idea de justicia. Y todos los actores, todos los que intervienen en la discusión, tienen que retratarse en términos muy crudos —explicar lo que piensan que se merecen, lo que merecen los demás.

Algo de la trama moral de la sociedad se dice allí, con absoluta claridad. Es obvio que cada quien defiende sus intereses, pero es igualmente obvio que nadie o casi nadie se limita a eso. Quiero decir que casi nadie dice claramente que lo quiere todo para sí, y que los demás paguen. Cuando se trata de los impuestos, todos los que quieren decir algo se sienten obligados a explicarse haciendo referencia a la justicia, la utilidad general, el interés público, y casi siempre dicen que hablan en nombre de otros. En ocasiones puede ser gracioso ese baile en que un fabricante de refrescos se preocupa, no por su negocio, sino por el destino de cientos de miles de misceláneas y tiendas de barrio, o un dirigente empresarial pide pagar menos impuestos porque piensa sobre todo en los desempleados. Puede ser gracioso, pero es para tomárselo en serio.

Pienso en la discusión sobre la reforma fiscal propuesta hace unos días por el presidente. Empiezo por lo más sencillo: nunca va a haber dinero suficiente, ni se encontrará una solución para el gusto de todos. Si no contamos con poner una guillotina en el zócalo, nos tendremos que conformar siempre con soluciones de compromiso, prudentes, pragmáticas, mesuradas, a veces tímidas. Dentro de esos límites, la iniciativa es original: gravita más sobre algunos impuestos directos, quiere reducir la elusión fiscal de las corporaciones, gravar las operaciones en bolsa y los dividendos, rompe con el tabú del déficit cero, y asocia la reforma a un esquema de seguridad social universal. Todo tentativo, aproximado, rudimentario, pero orientado exactamente en contra de la inercia de los últimos treinta años —y eso tiene su chiste. No es la Revolución de Octubre, tampoco nos convierte en Dinamarca: ¿vale la pena quejarse por eso?

Casi todos los que han hablado sobre la reforma han coincidido en decir que es poca cosa, que se esperaba más. No es una verdadera reforma, no resuelve los problemas estructurales, no significa un cambio radical, no elimina la dependencia del petróleo, no es más que otra miscelánea. Es decir, que sería de risa —si alguno de ellos tuviera ganas de reírse. Porque esa pequeñísima reforma, en lo que les toca, resulta ser catastrófica —y se oponen a ella muy rotundamente.

La mayoría se ha quejado de que mucho del peso recaiga sobre la clase media, básicamente por el aumento de 2 puntos en la tasa del Impuesto Sobre la Renta para el 10% de la población con mayores ingresos, y los impuestos sobre colegiaturas, hipotecas y rentas. El motivo de la queja varía. Algunos señalan la obviedad de que dentro de ese 10% hay diferencias enormes, otros se preocupan por el efecto que tendría sobre los que están en el límite inferior y ganan sólo unos 40, 000 pesos al mes.

Atendible. Significa que piensan que la carga fiscal debería caer sobre los “realmente ricos”: ¿el 5% de mayores ingresos, el 1%? ¿Y con qué tasa habría que gravar su renta? Se me ocurre pensar el problema en otros términos. Ganen más o menos, son el 10% más rico del país. Es decir, que el 90% de la población tiene un ingreso menor —la mayoría muchísimo menor, miserable. En serio, ¿es injusto que recaiga sobre ellos una proporción importante de la recaudación? ¿Qué proporción de los ingresos de IVA e ISR sería justo que aportasen? Pienso por otra parte que la clase media, si eso es la clase media, se beneficia de manera desproporcionada de algunos renglones del gasto: normalmente vive en las zonas que tienen una mejor infraestructura urbana en todos los aspectos, por ejemplo, y disfruta de manera casi exclusiva algunos bienes públicos, como las becas para estudios de posgrado en el extranjero, buena parte del sistema de educación superior, los subsidios al desarrollo científico y a la creación cultural —o sea, que tampoco es un asunto de caridad.

Normalmente, la defensa de la “clase media” es el refugio retórico que buscan todos —el modo de cohonestar lo que de otro modo resultaría indefendible. Debería ponernos sobre aviso el hecho de que recurran a ello tanto el Consejo Coordinador Empresarial como Andrés Manuel López Obrador.

¿Qué, entonces? Los empresarios piden que se “amplíe la base de contribuyentes”. O sea, que no quieren pagar 2% más de ISR, pero quieren que el 90% restante de la población pague 16% más en alimentos y medicinas (que representan hasta dos terceras partes de su gasto). La izquierda, Martí Batres por ejemplo, dice que en realidad no hace falta subir los impuestos a nadie, y así consigue oponerse al impuesto sobre las transacciones en bolsa y a los dividendos, sin pasar demasiada vergüenza. Los senadores del PAN dicen de entrada que no a todo. Y es apenas la primera ronda.