Razón por el gusto

Razón por el gusto
Por:
  • larazon

Claudia Guillén

El 12 de diciembre no sólo me remite a la celebración en torno de la virgen de Guadalupe sino también en reflexionar sobre las ideas del introductor del ensayo filosófico en el ámbito de la lengua española, Benito Jerónimo Feijóo Montenegro ( 1676–1764) emprende, en su ensayo titulado “Tradiciones populares”, la demolición de las creencias y supersticiones del vulgo, es decir, la mentira que suele confundirse con los artículos de fe, pues, según él “es torpísima porque profana el templo y desdora la hermosísima pureza de la religión”.

El escritor inicia su diatriba contra las tradiciones populares señalando la costumbre de la gente de creer a ojos cerrados lo que les fue asegurado por sus mayores, sin detenerse a pensar que muchas de esas creencias son meros embustes, inverosímiles y sin ningún fundamento, a los cuales sólo el tiempo les ha dado carta de posesión. Como religioso —Feijóo perteneció a la orden de San Benito—; arremete primero contra las tradiciones más comunes, las leyendas de héroes paganos que aún se “aparecen” en ciertas comarcas, para enseguida hacer un breve recuento de varias supersticiones que dan origen a los nombres toponímicos de algunas regiones de Europa, como la Montaña de Pilatos, el Arroyo del Buey o el Salto de Roldán, sitios ligados a leyendas que supuestamente ocurrieron u ocurren en ellos. Resulta curioso cómo, al referirse a dichas leyendas, el filósofo utiliza una serie de términos degradantes como “fabuloso y ridículo”, “embuste”, “vanidad”, además de que ironiza a cada momento y en ocasiones llega hasta el sarcasmo.

Así sucede cuando habla de las tradiciones que tienen origen en las antiguas creencias griegas o latinas —lo que hoy conocemos por mitología—, como la de la ciudad de Panope, donde los lugareños “se jactaban de tener algunos restos del lodo de que Prometeo formó el primer hombre”, o de los romanos que aseguraban que Cástor y Pólux los “habían asistido visiblemente en una batalla”. Curiosamente, Feijóo no menciona que, en su país, España, había una tradición que afirmaba lo mismo con respecto del apóstol Santiago. Quizá sea por eso que, al terminar el comentario sobre la tradición romana, de inmediato menciona que es muy difícil ir contra la corriente de las creencias populares, pues estos “errores hereditarios” se constituyen, con el paso del tiempo, en “tiranía de la turba” y “cualquiera que pretenda derribarle incurre, sobre el odio público, la nota de sacrílego”.

Todas las reflexiones anteriores de Feijóo están encaminadas a comentar, o a demoler, tres casos específicos de tradiciones, ya en el campo del cristianismo. La primera es la que trata de un intercambio de cartas entre Cristo y Abgaro, rey de Edesa, por supuesto todavía en vida de Cristo. Ésta se corona con la leyenda de que, tras el intercambio epistolar, Abgaro envía a un pintor a hacer un retrato a Cristo, pero el artista es incapaz de llevar a cabo su propósito por lo cual Jesús plasma —él mismo— su rostro en un lienzo. La segunda tradición asegura que la virgen María envió una carta a los ciudadanos de Mesina en la que les dice que los toma bajo su protección. La tercera, acerca de las reliquias que de San Cristóbal guardan las ciudades de Venecia y Vercelli. El filósofo, con un claro espíritu racionalista pone en evidencia la falsedad de tales creencias, acudiendo tanto a pruebas documentales como a razonamientos lógicos, para concluir que los avances de la ciencia son capaces de echar por tierra las supersticiones más arraigadas entre la gente.

Todo en aras de la verdad, que es su búsqueda real, como lo deja bien asentado en medio de su discurso: “¡Oh sacrosanta verdad! ¡Todos dicen que te aman; pero qué pocos son los que quieren sustentarte a costa suya!”

En el ensayo titulado “Razón del gusto”, Feijóo deja aun más clara su capacidad para la deducción y para la lógica. Tras reflexionar en torno la máxima contra el gusto no hay disputa, y dejar en claro que para él no existen “malos gustos”, el filósofo declara que de los tres géneros de bienes que existen —el honesto, el útil y el delectable— tan sólo el último concierne al gusto y sobre él ha de reflexionar. Que sólo lo delectable concierne al gusto significa que en él no tienen importancia ni lo honesto ni lo útil, y, sin embargo, aunque parezca paradójico, Feijóo asegura que “caben disputas sobre el gusto”. Es decir, que del gusto sí se puede dar razón, pues “Dar razón de un efecto es señalar su causa, y no una sola, sino dos se pueden señalar del gusto. La primera es el temperamento; la segunda, la aprehensión”.

En cuanto al temperamento se refiere a la inclinación natural de ciertos hombres hacia ciertas cosas, digamos comida, sonidos (música) y otras sensaciones percibidas por los sentidos. Feijóo no dice que, aunque estas inclinaciones parecen condicionadas de antemano, es posible marcar diferencias de acuerdo al “estado” en que se encuentran los órganos sensoriales. Así, una mano llagada no podría captar la suavidad de una superficie igual que una mano sana, lo que podría extenderse, respecto a placeres más exquisitos, a la diferencia entre un entendimiento o una sensibilidad cultivada y una sin cultivar.

Han pasado muchos siglos desde que este filósofo planteó estas premisas; sin embargo, su vigencia me parece que es palpable en el día a día que vivimos en pleno siglo XXI.

Nos vemos el otro sábado, si ustedes gustan.

elcajondelacostureralarazon@gmail.com

Twitter: @ccvvgg