Veracruz

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Paquito D´Rivera

La Habana es Cádiz con más negritos

Federico García Lorca

En casa siempre escuché hablar de esa ciudad, desde que mi papá regresara fascinado de un viaje con la banda de la infantería, por varias ciudades mexicanas en 1953. Cincuentaytantos años más tarde, yo logré ir a la bella Veracruz, después de tocar un par de conciertos con la orquesta sinfónica de Xalapa, bajo la batuta del joven y talentoso director Carlos

Miguel Prieto.

Es verdad que es linda y acogedora Veracruz; aunque eso de que se parece mucho a La Habana, es tan dudoso como aquello que aseguraba Lorca, de que “La Habana es Cádiz con más negritos”. Mucho, demasiado se ha tratado de comparar la capital de Cuba con otras ciudades; pero lleva un poco más que negritos y alguna que otra danzonera tocando en las calles para completar la alucinante formula de la Ciudad de las Columnas. Como aquella no hubo nada ni parecido en el mundo entero. Cádiz es Cádiz, misteriosa como el duende del piano flamenco de su hijo ilustre, Chano Domínguez; y Puerto de Veracruz, que es su nombre completo, es ventilada, llena de sol, alegre, y definitivamente encantadora.

Una de las primeras obras literarias que, por recomendación de mi viejo leí (varias veces) fue Hernán Cortés y La Conquista de la Nueva España, de Salvador Madariaga. Un libro apoteósico, apasionante, que puso en mi mente infantil, la ilusión de algún día poder visitar la desembocadura del río por donde entraron las naos del navegante extremeño, y hasta poder tocar la ceiba ancestral de donde amarraron la embarcación del marino, que por alguna razón, ahora está en tierra firme. (¡En Latinoamérica hasta las mareas son veleidosas y temperamentales!)

Aquella vez, mi pianista Alon Yavnai y su esposa francovenezolaustralianiraní Julie Criniere se quedaron con nosotros para la aventura veracruzana, y juntos visitamos la casona de piedra que construyó Cortés en las afueras de la Ciudad. Allí donde vivió con La Malinche, la mítica india que lo embrujó con sus encantos y hasta le dio un hijo mestizo. La que aprendió la lengua de sus soldados, lo guió, le sirvió de intérprete con el gran Moctezuma y también la que lo ayudó a traicionarlo. Julie Criniere, que es una excelente fotógrafa, tomó unas imágenes bellísimas de las ruinas de aquella vivienda y de la pequeña capilla del pueblo. La iglesia está bastante conservada, pero la histórica mansión está completamente descuidada por las autoridades mexicanas. Los guías turísticos (¡buenísimos!), son los niños del barrio, que llevan a los visitantes por los escombros, donde cualquiera (yo incluido) puede llevarse a casa una (o todas) las centenarias piedras que vinieron desde el viejo mundo en aquellas naos en el siglo XVI.

De las rocas, ladrillos y maderos podridos se aferran plantas trepadoras y árboles que durante décadas y siglos han permanecido abrazados a aquellos muros que, de no ser por ellos, ya se hubieran desplomado. Justo al lado de las ruinas hay una destartalada y renegrida choza, en cuyo patio se ve una larga tendedera de ropa recién lavada. En el centro, sobre una hoguera de leña, hace equilibrio un oxidado latón de 55 galones cortado a la mitad, dentro del cual, la hervidura llena la atmósfera de un vapor blanco grisáceo. Gallinas, patos y cerdos corretean por el lodo y la tierra húmeda, y las hormigas caminan disciplinadamente, con sus pesadas cargas a cuestas, por entre las enormes raíces que emergen como tentáculos del suelo. Un enorme y verdinegro camaleón las observa cabeza abajo, desde su vertical atalaya sobre un árbol de tronco espinado. Salidas de la rajada bocina de un viejo radio de pilas, por una ventana de la choza saltan las trompetas de un mariachi, haciendo contraste con el sonido ronco y a contratiempo del guitarrón. Del otro lado de la rustica alambrada de púas, acampa una manada de sucios perros callejeros de todas clases y colores. Es aquí donde convergen la historia con la histórica miseria.

Latinoamérica. La jerarquía con la indigencia. Y es aquí también donde uno puede apreciar (o despreciar) la indolente irresponsabilidad de ciertos políticos con respecto a la preservación de las reliquias nacionales. La escena me hizo recordar aquella vez que encontramos un inodoro viejo en el fondo de las ruinas del Foro Romano en Italia (¡). “En todos lados se cuecen habas”, dirían los garifardos, quienes, dicho sea de paso y haciendo honor a la verdad sí que conservan sus reliquias impecablemente.

La tradición del danzón se ha mantenida viva en México, mucho más que en Cuba, su lugar de nacimiento; diz que debido a que, durante la segunda mitad del siglo XIX su creador el cornetistas matancero Miguel Faílde venia cada año con su popular orquesta a amenizar las fiestas de la famosa fiesta de Veracruz. El Danzón se arraigó tanto en el corazón de los mexicanos que hasta el compositor norteamericano Aarón Copland, además de su “Danzón Cubano” escribió otro Danzón Sinfónico llamado “Salón México”, que en mi opinión, es bastante mejor que el primero.

En el centro de Veracruz, está el Zócalo, donde una danzonera toca entre las columnas de un museo, para los bailadores que vienen cada miércoles por la tarde a bailar danzones exclusivamente. La orquesta tiene una formación típica similar a la de Faílde: dos clarinetes, cornetín, trombón, güiro y dos timbalones; y a la que yo vi aquella tarde le habían agregado dos saxofones al formato original. Los bailadores todos elegantemente vestidos de guayabera o trajes de lino y sus compañeras con frescos vestidos de hilo y tacos altos, esperan abanicándose en lo que la orquesta toca el paseo, para luego echar a bailar durante el tema. De vuelta al paseo otro descansito y entonces ¡a gozar con el montuno!