Mientras observo los breves monumentos de mármol, siento en mi rostro el viento melancólico de la tarde. En las piedras blancas y pulidas se refleja una luz mortecina. Aquí en este viejo panteón están enterrados los cráneos y los huesos de algunos poetas malditos de México, esos escritores decadentes, luciferinos y paganos, rendidos sólo por la ebriedad de la carne y del ajenjo. El vicio de esta bebida era imitado por ellos de su maestro Baudelaire, qué digo maestro, su semidios francés cuya poesía era lo único que adoraban, aparte por supuesto de la desnudez desafiante de bellas prostitutas en burdeles luminosos.
Me paseo entre las tumbas con Xorge del Campo (1945-2008), severo erudito quien publicó un libro —por cierto de horrible tipografía y con el sello presuntuoso de Ediciones Luzbel— titulado Los poetas malditos de México (la epidemia baudeleriana), un volumen de hace 30 años apropiado hoy para coleccionistas (esto es una paradoja pues él ocupó largas horas de su vida rastreando en las librerías de viejo, tomos raros o curiosos rescatados de las manos de libreros a veces codiciosos pero a quienes de manera inevitable les debemos gratitud por la salvación realizada de libros de otra manera perdidos para siempre en el olvido).
—Durante años busqué el primer número de la Revista Moderna, de tan extremada rareza que Julio Torri dijo “no me fue dable verlo” como un lamento —me dice el erudito quien acostumbró llevar a cabo esas pesquisas y visitó por ello bodegas polvorientas y llenas de arañas donde resguardaban sus tesoros algunos libreros hoy desaparecidos—, ofrecí recompensas, que la verdad no sabía de dónde iba a sacar si me entregaban —nótese que no me dijo “vendían”— ese ejemplar mítico de la revista dirigida por Bernardo Couto Castillo, quien por cierto reposa en este cementerio desolado
—caminábamos lentamente pisando en el sendero las hojas del otoño arrastradas por el viento y caídas de algunos árboles que le dan su sombra a las tumbas abandonadas—, ahí nuestros poetas malditos, los únicos de nuestra historia literaria quienes habían dialogado en francés con los demonios del arte, dieron a conocer su ideario estético.
—Sí, es muy interesante —comenté algo intimidado por este maestro de la investigación, redactor de diccionarios, amigo noble y difícil según dicen—, algunos de ellos fueron víctimas jóvenes de las drogas como ese Couto Castillo o Antenor Lascano…transgresores quizás en medio del orden porfirista… —me aventuré a definir.
—Eran baudelerianos —me interrumpió este colega a quien hoy envuelve el olvido— aunque lo eran antes en sus actitudes personales que en su propia obra estética, por eso lo menciono como una epidemia que contagió a varios poetas de la época como José Juan Tablada, Rubén Campos, Francisco de Olaguíbel, Balbino Dávalos, Efrén Rebolledo…
—Estos dos últimos no pertenecieron a la nómina de la Revista Moderna…
—dije sin afán de corregir, sino más bien para ponerme a la altura en la conversación y recité entonces sin venir al caso las dos últimas tercetas del primer soneto de Caro Victrix precisamente de Rebolledo— Me diste generosa tus ardientes / labios, tu aguda lengua que cual fino/ dardo vibraba en medio de tus dientes/ Y dócil, mustia, como débil hoja/ que gime cuando pasa el torbellino,/ gemiste de delicia y de congoja.
—Un poco inapropiado recordar esa poesía en este lugar, también se le llama camposanto —bromeó Xorge del Campo—, claro, no olvido a los otros miembros de la Revista Moderna como Alberto Leduc, Jesús Urueta, Ciro Ceballos, Jesús Valenzuela y Rafael Delgado, algunos de ellos descansan aquí —agregó con un suspiro—, sí, eran representantes del decadentismo como una rama desprendida del romanticismo y exaltados por el fin de siglo se alimentaban de simbolismo y de un satanismo meramente estético; los poseía un afán de vivir y de perderse, influidos a lo lejos por un París mítico; en el fondo no eran afrancesados, sino parisófilos y me los imagino, envueltos en sus capas negras, compartir en el amanecer neblinoso un brindis dicho entre los ahuehuetes…
Nos detuvimos frente a la tumba del malogrado Antenor Lascano y me sentí obligado a recitar una terceta suya en su memoria la cual no debe ser opacada por Amado Nervo, Manuel Acuña o Manuel Gutiérrez Nájera: ¡Oh mi reina de antaño, que caíste vencida/ por la Eterna Implacable! Hoy florece mi vida/ como un árbol roído por monstruosos gusanos/ ¡Quiera el bien que no lleguen a tu frente dormida/ ni los roncos acordes de mi voz maldecida/ ni el perfume salvaje de mis versos malsanos! —abstraído y con emoción guardé silencio un momento a la espera del comentario, seguramente sarcástico, de Xorge del Campo a quien lo hacía a mi lado, pero di vuelta a mi cabeza y él ya había desaparecido; la noche se apoderaba del cementerio y por respeto a los muertos me apresuré a partir de ese lugar donde el silencio es eterno y las flores, si las hay, son secas muy pronto.
Los poetas malditos mexicanos
» Couto Castillo » Antenor Lascano » José Juan Tablada » Rubén Campos » Francisco de Olaguíbel » Balbino Dávalos » Efrén Rebolled » Alberto Leduc » Jesús Urueta » Ciro Ceballos » Jesús Valenzuela » Rafael Delgado
