Ilustración Glenda Zamora La Razón
Era el invierno del mundo y el cielo estaba rojo. La mañana despuntó y en el aire frío la neblina comenzó a disiparse con lentitud sobre el agua del canal de Sambre. Durante un momento, el silencio impuso su dominio antes del estallido de las bombas y el tableteo incesante de las ametralladoras.
Alguien miró en los instantes ardientes la figura erguida del capitán Wilfred Owen entre sus hombres al dirigirlos en el combate. Era doble su valor pues odiaba la guerra y después de una caída en el hospital por un ataque de nervios decidió empero retornar al frente y acompañar a los suyos en la lucha.
Cumplir su misión de soldado era tan importante para él como el deber imperioso que se impuso al escribir poemas descarnados al igual que la muerte contemplada, y piadosos como sólo podían ser sus versos frente al dolor humano.
Decidió describir lo que sus ojos miraban: los cuerpos despedazados, la tierra herida, las máquinas de la muerte, el humo infame de las batallas, la sangre, el lodo, las ratas en las trincheras, el paisaje de los alambres de púas, tanta destrucción imperante.
Si el espectáculo de la guerra era horroroso y las visiones se alimentaban del espíritu del Apocalipsis, la poesía podía reconocer la realidad y sublimarla de manera semejante a una nueva plegaria; la poesía transformada en un acto religioso, oficiado no por un sacerdote soberbio sino por un humilde testigo.
Mi alma miró abajo desde una vaga altura con la Muerte,/ sin recordar cómo había subido ni por qué/ y vi una tierra lamentable, débil, respirando carestía/ gris, lacerada dolorosamente con cráteres como los de la Luna,/ y marcada con grandes hoyos y costras como de pasadas viruelas./ Por entre sus barbas, aquel horror del alambre de púas,/ movíanse en lento despliegue unos minúsculos tanques-oruga./ Parecía que se esforzaban por hacerse tapones de fosos/ en los que se retorcían, trepidaban y mataban.
El arte nacido de los desastres de la guerra se valida como una expresión del espíritu, con visiones arrancadas de la realidad para que la imagen sobreviva porque la muerte todo lo rodea y consume.
En los poemas de Wilfred Owen respira con crudeza la violencia y, al mismo tiempo, hay un aliento de compasión confrontando el absurdo y lo terrible de la guerra. Este sentimiento lo lleva a dialogar en forma premonitoria con aquel hombre destinado a matarlo:
Como para bendecir alzaba manos angustiadas./ Por su sonrisa muerta supe que estábamos en el Infierno/ La visión de esa cara estaba graneada de mil sufrimientos./ Sin embargo, no llegaba a ese lugar sangre desde el suelo/ ni tableteaban las armas ni gemían los morteros./ “Extraño amigo”, dijo, “aquí no hay razón para el lamento”/ “Ninguna” dije “salvo los años deshechos,/ la desesperanza. Cualquiera sea la esperanza de que seas dueño,/ también lo fue mi vida. Yo me lancé, violento, a la caza,/ de la belleza más agreste que hubiera bajo el cielo” (“Extraño encuentro”).
Wilfred Owen alzó el brazo empuñando su revólver y alentó a sus hombres en el intenso tiroteo. Se debía cumplir la misión. Al caer por un tiro preciso, la muerte congeló la sangre de su rostro encendido.
Unos días antes había escrito su último poema, “Extraño encuentro”, el más hermoso de su obra y el cual quedó incompleto. En un fragmento dejó escrito para siempre:
Fue mía la bravura y tenía misterio;/ la prudencia fue mía y tenía dominio;/ y no veré la marcha del mundo al retirarse/ hacia unas ciudades baldías y sin muros./ Cuando trabe la sangre las ruedas de sus carros,/ a lavarlas iré con unas aguas dulces,/ con verdades que nunca se mancillan (traducción M. Manent).
Murió una semana antes del armisticio.