Todo lo que sé de Joseph Roth ya lo escribí en El imperio perdido. Pero recuerdo que en el año de 1966, durante un semestre en la Universidad Libre de Berlín, conocí a David Bronsen, el biógrafo de Joseph Roth, y mantuve con él una larga relación. En aquel momento, Bronsen estaba dedicado a escribir esa biografía. Yo olvidé a Bronsen, como también olvidé su biografía del escritor.
Leí por aquella época dos novelas de Joseph Roth, y cuando tuve la idea de escribir ese libro que se iba a llamar El imperio perdido —uno de sus capítulos estaría dedicado al escritor austriaco—, me trasladé a Viena y pude acceder al archivo de Roth, que se mantiene en parte y en reserva.
UN BIÓGRAFO EN
CIERNES Y UN MITÓMANO
Un amigo mío, Manfred Reichhardt, tenía acceso al archivo y así pude leer algunas cartas que no se habían divulgado. Me encontré, a primera vista, con la tesis de David Bronsen sobre “el mitómano”. Claro, lo digo de antemano: yo a Roth no le creo ni una sola palabra. Le creí en la medida en que lo conocí más. Creo que la mejor forma del respeto que se puede tener ante Joseph Roth es no creerle nada. Una forma de respeto que es también una devoción.
Me encontré con párrafos que no cité en el ensayo sobre Joseph Roth: eran demasiado íntimos, demasiado secretos, y me pareció que no era correcto citarlos. Como sabemos, Friedl, la esposa de Joseph Roth, perdió la razón, en un proceso de locura que destruyó físicamente a Roth durante muchos años. Cuando Friedl se encontraba en el manicomio, en un cuarto forrado de caucho y con una camisa de fuerza, Roth escribió una carta a Stefan Zweig —quien tuvo a bien no publicarla y que Bronsen no menciona—, donde le cuenta sobre la recomendación del médico para los ataques de furia de su esposa: que le hiciera el amor, aun con la camisa de fuerza puesta, porque era el único modo de calmarla. Roth afirma que lo hizo tres veces, si mi memoria no me engaña.
Claro, no le creí ni una sola palabra: me pareció imposible que Roth entrara al cuarto forrado de caucho, viera en camisa de fuerza a la mujer con quien había vivido durante doce años y le hiciera el amor para calmarla. De igual modo, nunca le creí lo que en otras cartas inéditas afirma sobre su relación con una mujer que no aparece en la biografía de Bronsen, pero que jugó un papel muy importante en el periodo de 1925 a 1935: una prostituta que, según afirma Roth, se hizo cargo de mantenerlo.
Esto me llevó, claro, a la conclusión de que yo era un biógrafo en ciernes ante un mitómano. Pero, ¿quién dice esta palabra? En alemán, Mythoman suena raro, pero Bronsen la utiliza. Es una palabra ajena que aplicada al alemán puede referirse a un creador de mitos, un maniático de los mitos. Es decir, no tiene el mismo sentido que en las lenguas romances, sino un significado patológico.
Yo creo que se sataniza demasiado a Joseph Roth al definirlo como un mitómano. Era un mentiroso irredento, sí. Pero yo creí ver algo que Bronsen no vio y me parece —vanidades aparte— que tengo razón: Roth no era un mitómano sino un gran actor, un histrión. Buena parte de la literatura austriaca desde principios del siglo xx acude al histrionismo y el sentido dramático, la representación como un pivote frente a la desesperación. Esta capacidad histriónica, en Roth, aparece en el periodista deslumbrante, el novelista y el narrador consumado.
No he puesto por escrito que esa capacidad de histrionismo —camaleonismo, le llamó Héctor Orestes— me recuerda siempre la situación en la que Joseph Roth vivió toda su vida: el desterrado, el desposeído, el desalojado, el desamparado que debe recurrir a ese camaleonismo. Woody Allen llevó al cine la vida de un personaje, Zelig, una invención y una genialidad. Pero no es posible transformarse como ocurre en el cine de Allen. En el caso de Roth, el histrionismo apunta a una facultad inaudita que encuentra en Elias Canetti su expresión más justa: la capacidad de las transformaciones. Dentro de su patología, Roth nunca perdió la capacidad de transformarse. Una capacidad inaudita de metamorfosis como vía de supervivencia. Lo que Canetti ve como un peligro es que nuestras transformaciones desaparezcan, que a medida que la racionalidad, la globalización, etcétera, tomen una parte de ese terreno, nosotros perderemos nuestra capacidad de transformación, y eso es precisamente lo que Roth veía bajo la lente de su histrionismo.
Hace veinte años, en París, pasé por la rue Tournon, donde el restaurant Tournon existe todavía. Arriba hay una placa que pusieron sus amigos y dice: “Joseph Roth, escritor austriaco, 1894-1939, muerto en el exilio”. Enfrente hay un local, un terreno casi vacío, la mitad es un estacionamiento y en la otra hay un árbol muy hermoso, donde se encontraba el Hotel Foyot. En ese hotel, de una larguísima tradición en Francia, se hospedó Hegel durante una época. Ahí vivió Rilke, murió Radiguet y vivieron dos o tres escritores alemanes. El Hotel Foyot fue para Roth, por decirlo así, el centro de su rodaje cinematográfico. Desde ahí, Roth emprendió las últimas y diversas cruzadas de su vida. Ahí decidió el último tratamiento anti-alcohólico, que desde luego fracasó; ahí decidió su último viaje a Viena, para solicitar al entonces presidente que abdicara y dejara su lugar al nuevo emperador; Roth se convertiría en una especie de secretario de cultura. Pero todo esto sería más o menos la imaginación de una última derrota, verdadera y profesional.
EL DUEÑO DE
LAS METAMORFOSIS
Sus transformaciones continuaban, y en la medida en que yo me adentraba en todas estas manifestaciones del personaje Roth, todas estas apariciones diferentes unas de las otras, recordé el principio de la autobiografía de Elias Canetti, La lengua absuelta, donde recuerda que a los seis años le contaba historias a las figuras de los tapices en la pared, porque creía que eran personas y le hablaban, conversaban con él. Años después, el niño Canetti contaba largas historias, sobre todo de guerra o, más precisamente, historias de la superación de la guerra. Estas historias que Canetti le contaba a sus hermanos una y otra vez, casi siempre estaban determinadas por un hecho esencial en la vida del futuro autor: que todos los soldados muertos, los caídos en la batalla y los villanos inclusive, recobraban la vida y resucitaban. Y este tema del niño Canetti será el tema final del escritor Elias Canetti.
¿Cuál es el tema de Joseph Roth desde un principio? ¿Eso que estaba en germen desde su infancia y que defiende hasta el último momento? Pese a la huida sin fin, pese a su increíble alcoholismo, a su desdicha permanente, él es el dueño de las metamorfosis. Y como “dueño de las metamorfosis” quiero decir que a pesar de la desdicha, de todas las catástrofes por las cuales pudo pasar, siempre conservó intacta la capacidad de vertirse por escrito, transformándose. Esto, me parece, es el pivote esencial en Roth: más allá de su patología —como lo quiere Bronsen—, de la mitología oriental —como lo quiere Claudio Magris—, en todo momento Roth apunta a una nueva fase.
El 25 de mayo de 1939 escribió su último artículo para un periódico, titulado “El olmo de Buchenwald”, que por desgracia no se pudo publicar. En 1939, el campo de concentración y exterminio de Buchenwald no era lo que fue en 1945: uno de los lugares principales de la masacre. Pero Joseph Roth recuerda que ahí, en Buchenwald, Johann
Wolfgang von Goethe paseaba con Madame Stein. Sin saber los datos exactos de lo que pasaba en Buchenwald —ya que en 1939 aún no se sabía nada, y la solución final aún no había comenzado, ni el exterminio en forma industrial y masiva que ocurrió después—, Roth hace una reflexión que me parece interesante: Buchenwald es un campo de concentración que recuerda el olmo de Goethe y poco a poco acaba con los olmos de Goethe, como los enemigos reconocidos del sistema político.
Y esta reflexión me lleva a su novela Fresas, una novela inconclusa que no se ha publicado en español. En ningún lugar lo encuentro más histriónico, más dueño de la metamorfosis que en esta novela. ¿Cuáles son sus componentes? El personaje principal es de la Galicia oriental donde Roth nació, Brody, esta ciudad invisible. El personaje habla de Brody y en realidad es un pícaro histriónico llamado Kroj, quien —judío errante— termina en Buenos Aires bajo otro nombre. Pero este judío errante es algo más: tiene la capacidad de la metamorfosis, de transformarse. Y este pícaro que es el histrión repite exactamente el estado de ánimo de Roth entre 1935 y 1939. Una desgracia corporal: el alcohol lo había devastado —no tenía estómago, de hecho—, los delirium tremens se multiplicaron; un estado de desdicha y destrucción corporal que llegaba, por así decirlo, al fondo de su inaudita capacidad de transformación. Hay un diálogo en el que una mujer le pregunta a Kroj si cree en Dios. Y Kroj le responde: “Dios es todo aquello que pudo haber sido”.
Yo creo que si le hacemos justicia al personaje y al escritor Joseph Roth, esta definición lo consuma todo. En efecto, Dios fue para él todo lo que pudo haber sido. La Galicia que perdió, la huida sin fin, la mujer que nunca enloqueció, Job que regresa. En todas las etapas del pensamiento y la escritura de Roth cabe esta penosísima definición de Dios que Kroj le dice a una mujer: “Todo lo que pudo haber sido” —porque la última esperanza que podemos tener, diría Roth, encarna en lo que nos rebasa y no veremos, cuando la historia desconoce las leyes y las perspectivas no son claras. La figura de Job y sus transformaciones en Joseph Roth nos infunden, si no la esperanza, sí la seguridad de creer que lo único cierto es aquello que nos rebasa, nuestra propia incertidumbre.
Creo que ese es el mayor ejemplo de que Roth es más contemporáneo que nunca. Las mentiras fueron los detalles que él añadía a la realidad. Pero en eso queda. Más allá de esos detalles que añade a la realidad de sus sueños incumplidos está su inaudita capacidad de transformación, que comparte con Karl Kraus, con Robert Musil, con Hermann Broch y sin duda con Arthur Schnitzler. En este sentido, una buena parte de la literatura austriaca de principios del siglo xx me parece una gran avalancha de histrionismo. No en vano, Canetti vuelve a ella y al ser un poco el albacea de su herencia se convierte en el dueño, el protector de la metamorfosis. Si perdemos nuestra capacidad cotidiana de transformarnos, perdemos todo lo que podemos tener en un mundo donde las esperanzas siempre han sido sólo esperanzas.
Ese es el mayor ejemplo que nos brinda Roth y que puede sobrevivir en la medida en que nosotros lo frecuentemos como sus lectores. Siempre que pienso en Roth recuerdo un poema de Bialik, uno de los grandes creadores del hebreo contemporáneo que cito en El imperio perdido. Según Bialik, había ciudades perdidas del exilio, remotas ciudades de la diáspora, olvidadas, en donde Dios había salvado un pequeño resto del desastre y donde la llama antigua seguía ardiendo. Y esa llama, frente a ese desastre, no puede ser sino la capacidad de transformación que no sólo compete a los escritores sino a todos nosotros, como única defensa frente al veneno lento que es la realidad.
UN AUTOR PARA EL SIGLO XXI
El francés que Joseph Roth hablaba era perfecto y, en ese sentido, su mitomanía y su histrionismo lo llevaban también a zonas desconocidas. Es decir, podía hacerse pasar por francés sin problema. Escribía un francés, como se ve en sus cartas, impecable. Era un gran lector de Stendhal, un espléndido lector de Flaubert, conocía muy bien la literatura francesa y uno de los lugares más conflictivos entre las culturas europeas, que es la línea de demarcación entre Francia y Alemania o la cultura alemana, por así decirlo —incluida la austriaca—, que encuentra en Roth una espléndida solución de continuidad; la única e —como la llamó Gilda
Waldman— insaciable sed demorada que tuvo fue el idioma. Su claridad al escribir en alemán viene de su dominio del francés. La palabra alemana erzählen significa narrar, pero un “narrador” en alemán tiene un sentido más complicado que en las lenguas romances. Si pienso en Theodor Fontane hablo de un buen narrador, no un novelista. José y sus hermanos es una gran novela de Thomas Mann y que me perdone Mann, pero sus grandes narraciones de La montaña mágica, es decir, los grandes momentos en que despliega su indudable capacidad narrativa, son siempre los de un yo absoluto que se ve a sí mismo cuando ve la realidad.
Y de regreso a Joseph Roth: una literatura muy complicada que sin embargo parece ligera. Ese es el problema cuando uno lee algún cuento de Joseph Roth y no hay mejor prueba del narrador que las traducciones: sean en inglés, en francés, en italiano, fluyen como el agua. ¿Y cuál es el secreto? Es, precisamente, el de un narrador irrepetible en la literatura alemana —no austriaca, sino alemana. ¿Por qué? Porque los austriacos tienen esa levedad que Italo Calvino enuncia, en sus Seis propuestas para el próximo milenio, como una herencia para el siglo xxi. La levedad en sí de Roth era tal que la gente no la notaba. Pasaba sin hacerse notar. La marcha de Radetzky es un libro tan bien armado —el único libro en el que empleó todo sus recursos— que demuestra su calidad de gran novelista sin hacerlo notar. Pero uno lee Tarabás, La telaraña o algo de sus comienzos y siente el secreto del gran narrador. Lo mismo sucede al revisar sus artículos periodísticos; el reportaje y el ensayo se entrecruzan por igual: sus fronteras —por así decirlo— son fluidas.
Entre sus últimos artículos para periódicos hay una serie que escribió hacia 1935 que incluye una de las más profundas reflexiones que conozco sobre el cine, desde el punto de vista de un narrador. ¿Qué películas había visto en 1935? Seguramente M, el maldito con Peter Lorre, o Nosferatu y demás, pero lo interesante es cómo transforma el tema del cine y afirma que es la caverna platónica. En efecto, no hay mejor metáfora que el cine para explicar el mito de la caverna de Platón, que es como una función de cine. Según Roth, el cine nos ha descubierto una doble realidad: lo que ocurre en la pantalla no es sino la copia de una realidad que en sí misma no existe. Los seres humanos quedan cautivos, rehenes, por así decirlo, de una magia que ellos mismos han inventado y que se llama el cinematógrafo. Nadie como Woody Allen —otra vez— ha llevado esta idea a la perfección, en La rosa púrpura del Cairo, donde un personaje pasa de la sala a la pantalla. Precisamente, Joseph Roth era capaz de entrar a sus narraciones y eso me lleva a otra idea: que las novelas de Roth son polifónicas en el mejor sentido de la palabra. Es decir, los personajes hablan, dialogan entre sí y con el autor. Siempre dialogan con el autor. En este sentido es aún más contemporáneo, pese a que los críticos literarios alemanes y austriacos —tan pesados como una losa— condenaban sus novelas con el argumento de que no están “terminadas”. No, claro que no: ninguna novela se termina y menos aún las de Roth: es un hecho que no le interesaba terminarlas, sino saltar de una a otra en la medida en que eso le permitía vivir.
Hemos hablado aquí del personaje, aunque no mucho del infierno tan temido de Joseph Roth que fue el alcoholismo, el único obstáculo real para sus transformaciones y la única fuente de la más profunda angustia que él conoció. El único peligro real, como lo anuncia en una carta; el que lleva adentro, lo destruye poco a poco y no se ha considerado en serio. Un suplemento reciente de El País vuelve a decir que tomó una pistola y se suicidó. Bueno, sí, se suicidó, pero muy lentamente, como él lo quería. En su famoso ensayo “Contra los suicidas” señala que suicidarse es un acto de cobardía; hay que morir muy lentamente, como un alcohólico, lo que es una manera de vivir.
De ahí la levedad y el carácter inconcluso de sus novelas. El asunto es cómo llega, cómo parte de su A para llegar a su Z. Eso es lo irrepetible: escribir con tal facilidad, con tal maestría. Son pocas las frases de Joseph Roth en alemán con tres o cuatro verbos al final. Por eso se lee con tal fluidez, con tal facilidad. En cambio, yo he leído hasta ocho verbos al final de una frase en Thomas Mann, sin contar las frases subordinadas o intermedias. El de Roth es un alemán muy enriquecido por el contacto con idiomas extranjeros que lo vuelven mucho más legible que Thomas Mann, Robert Musil o Hermann Broch —con su enorme presencia—, debido a que Joseph Roth es un autor que se dedicó a escribir periodismo, literatura de todos los días. Toda la fórmula del “nuevo periodismo” estadunidense de los años cincuenta y sesenta ya estaba en los años veinte de Joseph Roth y en Chesterton. Con Roth y Chesterton el periodismo es la mejor literatura. Eso hizo él, sin sentimientos de culpa. ¿Y qué nos queda? La poesía novelesca en acción —como quiere Kundera— que lo hace tan fácil y tan leve. El interés de sus lectores, porque las ediciones se multiplican. Un gran periodista, un gran escritor y también un novelista. Y en eso radica la grandeza, el genio de Joseph Roth.
