Vanguardia Rusa: Arte y Revolución

Foto: larazondemexico

Hay momentos en la historia en los que la imaginación y el ímpetu que despierta toman el protagonismo en la realidad. Todo, digamos, está entre signos de interrogación. Algunos lo definen como el momento revolucionario, sea que se presente en un ámbito específico o bien se extienda a prácticamente todas las esferas de la vida. Ya no se sabe si el rey es rey, si el cura habla en realidad por Dios o si el mismo Dios es Dios o sólo una idea. Todo puede cuestionarse, modificarse o desecharse.

“Si Dios no existe —dice Dostoievski en Los Hermanos Karamazov— todo está permitido”. En la revolución, la realidad es caótica y está ahí, lista para que se le pongan nombres, para que se le dirija, ofrecida tanto a los idealistas que ven posible construir finalmente aquella utopía soñada de la que apenas tenían una imagen, como a los avaros y los déspotas que descubren la oportunidad de poseer más de lo que alguna vez imaginaron, o al menos reinstaurar el orden en el que eran ellos los privilegiados.

Las ideas, las imágenes y las armas lo invaden todo: las calles, los púlpitos, las fábricas, las plazas, los campos, los templos. Lo que está en juego es el futuro.

Es algo que apenas podemos imaginar, pero ése fue el ánimo que imperó en Rusia los primeros años del siglo XX. Desde el siglo XIX, el país soviético vivía una tensión entre su tradición política y religiosa, y las nuevas ideas provenientes de occidente —como la libertad y la igualdad— que cuestionaban y amenazaban el régimen autocrático del zarismo.

La tensión, sin embargo, no se daba sólo a nivel de las ideas, sino que encontraba terreno fértil en un entorno de creciente pobreza e injusticia en el campo y entre la naciente clase proletaria, que era abordada por propagandistas de los ideales tanto liberales como socialistas para impulsar una transformación política y social radical.

En 1917, estas tensiones se tornaron insostenibles y el momento revolucionario vería la luz: la Primera Guerra Mundial había cobrado la vida de más de millón y medio de soldados rusos y el Zar Nicolás II se negaba a firmar la paz. Rusia carecía de la capacidad de producción y suministro de armamento así como de abastecimiento de alimento, para mantener un ejército de más de 8 millones de soldados.

En febrero de este año, trabajadores de diversas fábricas de la ciudad de Petrogrado se levantaron en huelga. El 23 de febrero las mujeres tomaron las calles para exigir pan, y fueron apoyadas por los huelguistas. En los siguientes días las manifestaciones se intensificaron y las consignas fueron más allá de la exigencia por mejores condiciones de trabajo o el abastecimiento de pan: un “abajo la autocracia” era el grito de batalla para derribar por completo el orden establecido.

El regimiento de Petrogrado, que había recibido la instrucción de sofocar la revuelta, terminó por unirse a la insurgencia. Finalmente, el 2 de marzo, el Zar abdicó y su hermano rechazó la corona. El régimen había caído.

En Moscú —cuenta el historiador Marc Ferro— los trabajadores obligan a su patrón a aprender las bases del futuro derecho obrero; en Odesa, los estudiantes dictaban a su profesor el nuevo programa de historia de las civilizaciones; en Petrogrado soldados invitaban al capellán a sus reuniones para que éste diera sentido a sus vidas.

La idea básica era que la verdadera justicia e igualdad sólo se podría lograr trastocando todos los órdenes tradicionales, que se concebían como mecanismos de control y dominación para proteger los privilegios de unos cuantos. El Estado, la religión, la institución familiar, la idea de educación...

operaban para mantener sometida a la clase trabajadora y ponerla al servicio de un sistema de privilegios y exclusión. Entre esa diversidad de elementos que se consideraba reflejaban y reproducían la desigualdad, estaba el arte, tal y como operaba en las sociedades occidentales.

En 1917 existía en Rusia una pluralidad de artistas que comenzaban a cuestionar los métodos y principios del arte y la vida que se le asignaba en la sociedad. Al de-satarse la revolución, estos creadores encontraron un ámbito propicio y favorable para el despliegue de sus ideas, e incluso el apoyo de los partidos socialistas y en su momento del régimen soviético.

La subversión frente al arte tal y cómo venía operando en occidente no dejó elemento sin tocar: se criticó el hecho de que el arte se restringiera a una función de estatus y mero goce de las clases privilegiadas. Se cuestionó la pintura que estaba limitada por un marco y a la bidimensional del lienzo; a los museos como espacios que aniquilaban el espíritu del arte y a la división entre el arte y la vida política y social. El arte debía hacer revolución, debía tener una utilidad social, como un elemento prioritario para construir el futuro que la revolución prometía, en una fórmula que marcaría al movimiento constructivista del periodo, y que es sintetizada por Jorge Juanes en su libro Vanguardia artística ruso-soviéticas:

Compromiso político + uso de materiales y técnicas modernas + artista constructor + construcción de mundos nuevos = arte de vanguardia + edificación del socialismo.

Se adivina ya que había una doble vertiente en la relación arte/revolución dentro de la vanguardia rusa. Por un lado, la revolución en el arte, en la que estos personajes buscaron subvertir todo aquello que marcaba al arte occidental a favor de una nueva mirada sobre la noción de creación artística, su expresión material y su relación con la realidad. Por el otro, el arte para la revolución, el contenido y los ideales propios de un arte que promueve la transformación de la sociedad, desplegándose en dos órdenes que serían además la base de los dos polos principales dentro de la vanguardia, que en más de una ocasión se fusionarían: la transformación de la realidad material (constructivismo) y la transformación de la realidad espiritual (suprematismo).

El constructivismo implicaba la conjunción del arte y la técnica en la manipulación de la realidad material para la construcción de nuevas realidades, desplegándose, en trascender la mera estética, en disciplinas como la arquitectura o el diseño, a través, por ejemplo, del diseño de edificios públicos, carteles propagandísticos y publicitarios, y objetos de uso cotidiano como tazas, muebles, ropa, etc. Este tránsito o despliegue se ejemplifica claramente con el caso de Tatlin, quien pasó de la Escuela de Pintura, Escultura y Arquitectura, a ilustrar poemarios de Maiakovski y a dirigir los talleres públicos del Departamento de Arte del Estado soviético, enfocándose en el diseño de objetos.

El suprematismo, por su parte, de una orientación predominantemente místico-filosófica, partía de una crítica a la insistencia del arte occidental por representar la realidad material, denunciando en ella una esclavitud de la creación y un limitante frente a sus aspiraciones espirituales.

Iniciado por Kazimir Malévich (con su manifiesto Del cubismo y el futurismo al suprematismo), esta corriente aspiraba a capturar la sensibilidad esencial del cosmos, no pervertida por los objetos, empleando la abstracción geométrica y el uso puro del color no como propiedad de los objetos, sino desde su esencia propia manifiesta en una composición. De ahí uno de los ejemplos más claros del suprematismo: el Cuadrado Negro, pintado por Malévich en 1915.

Esta obra puede apreciarse hasta el 7 de febrero, de martes a domingo de las 10:00 a las 18:00 horas, en el Museo del Palacio de Bellas Artes. En este espacio, el arte de Malévich convive con piezas como la reconstrucción Modelo del Monumento a la Tercera Internacional, de Tatlin y Rojo puro, amarillo puro, azul puro, tríptico de Ródchenko.

Como Tatlin y prácticamente todos los artistas de la vanguardia rusa, Malévich experimentó con las diversas disciplinas del arte, transitaría entre la pintura, la arquitectura y la escultura, creando, por ejemplo, sus famosos arquitectones, concepto que guiaría el diseño suprematista del ataúd en el que sería sepultado.

Este transitar, este desbordarse del arte por sobre las fronteras preestablecidas entre las distintas disciplinas y la subversión de la división entre el arte y la sociedad, llevaría a la noción del “artista total”, y permite comprender la centralidad que asumirían el teatro y el cine como posibilidades creativas y expresivas en las que las artes plásticas y la fotografía, el diseño y la arquitectura, así como la música y la literatura se fusionaban y servían como vehículos para representar y promover el nuevo orden social, la visión del presente y el pasado que sustentaría el nuevo futuro para Rusia.

El arte era, pues, una herramienta para quienes deseaban hacer la revolución, y al mismo tiempo nadie podía sumergirse realmente en el arte de la época sin asumir el espíritu revolucionario. “Si la revolución me condujo al arte —afirmó el cineasta vanguardista Serguéi Eisenstein—, el arte me llevó a la revolución.”

Pero el vanguardismo estaba destinado a desaparecer: murió en suicidios, prisiones, psiquiátricos o en la obediencia al régimen. “Si Dios no existe —citamos a Dostoievski— todo está permitido.” Ahí, sin embargo, no termina la frase en los

Karamazov, pues sigue la advertencia: “Si todo está permitido, la vida es imposible”.

La inclinación por el orden y la obsesión soviética por el mismo, que encontraría en Stalin su máxima expresión, no podía soportar, no podía permitir, tanta libertad en el arte, tanta efervescencia de ideas y experimentos, y mucho menos si ésta buscaba transformar la sociedad. No podía permitir que nadie estuviera a la vanguardia más que el líder máximo, el dios restituido que habría de delimitar de nuevo las fronteras de lo permitido y lo prohibido, la línea única que debía de seguir la historia de Rusia a partir de un presente absoluto, aterrado por el arte de la revolución, aterrado por el vértigo del futuro. empleando la abstracción geométrica y el uso puro del color no como propiedad de los objetos, sino desde su esencia propia manifiesta en una composición.

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