AÑO NUEVO

AÑO NUEVO
Por:
  • raul_sales

El fin de año no era un día que esperara, era el día que más sentía su condición, la soledad extrema, el abandono de aquellos a los que les había entregado casi toda su vida. No los juzgaba, entendía que era una carga y sus familiares tenían su propia vida, sus propios problemas y no obstante, en este día en especial si sentía una punzada de rencor. Un año más, el día 30 de diciembre, hacía tres años, sus hijos y sus nueras lo habían subido al carro y lo habían dejado en el asilo. “Aquí estarás mejor”, “te vendremos a visitar”, “harás nuevos amigos”, “tendrás compañía”. Recordaba aguantar las lágrimas y la sensación imposible de contener de sentirse traicionado, si le hubieran dicho a donde iban, quizá no se las hubiera puesto tan sencilla pero le dijeron que le tenían una sorpresa y lo sacaron de su casa, en su maleta iba su ropa, algunas ni siquiera le quedaban ya y el asilo fue todo sonrisas en la entrega, como si fuera un paquete, un perro abandonado y cuando los vio subirse al carro y partir, él se partió... lloró como no lo hacía desde la muerte de su mujer.

Durante los primeros meses esperó en la entrada, cada fin de semana esperando ver llegar a sus hijos y si tenía suerte, a sus nietos. Después del año, supo que su espera era infructuosa, que no era para mejorar su vida sino para quitárselo de encima de la de ellos. Fue difícil aceptar que había dejado de ser apoyo para convertirse en carga, de ser piedra angular a ser un vil lastre.

Después de aceptarlo, intentó hacer su vida en los pasillos deprimentes con un olor a decadencia y muerte, los sollozos por las noches era el sonido que los acompañaba, que evitaba que desearan entablar relaciones, de que servía acercarse si un día sí y otro también morían, lo único que tenían en común era la falta de interés, la falta de empatía de los que los “cuidaban” y una soledad opresiva, paralizante, incapacitante.

Un año más, uno en que lo habían tirado como bolsa de basura en terreno baldío y si no terminaba con su sufrimiento era porque su formación religiosa lo detenía, aunque, había días, en que ni eso era suficiente y solo el recuerdo de lo que había sido y de la esperanza de que sus hijos pensaran en lo que había sido para ellos y estos para sus nietos y que de alguna forma recapacitaran, impedía que lo hiciera y si había de ser del todo honesto, también le daba miedo, no por la muerte en sí, sino por la posibilidad de que le dijeran a sus nietos que su abuelo había sido un cobarde.

La hora de convivencia, una docena de ancianos sentados en un jardín, cada uno metido en sus propios pensamientos mientras los cuidadores hablaban con desespero para poder irse y celebrar en familia. No se daban cuenta de los dolorosos dardos que causaban sus palabras, palabras que se encajaban en los espacios dejados por la ausencia, por el saberse no merecedores de estar sentados en la misma mesa con aquellos que en algún momento fueron merecedores de sus desvelos.

La terrible soledad amortiguada por la esperanza de que los nietos crezcan y pidan ver al abuelo, esperanza vana pues los niños solo recuerdan y aprecian lo que ven, lo que sienten y el amor es unidireccional cuando no se da esa complicidad que siempre creyó que tendrían.

Quizá el dejarlos ahí era una forma de decirles que dejarse morir era, en esencia, lo que se esperaba de ellos, una forma de evitar que se robaran el aire de un mundo que ya no los necesitaba.

En la mecedora, en la soledad de una terraza, vio el carro llegar, el estómago se subió a la garganta y luego cayó de golpe cuando vio que no era para él, el color era distinto, y manejaba una mujer que se apeó, abrió la cajuela y bajó su maleta mientras le mandaba un beso volado a una mujer más joven que con los ojos hinchados intentaba detenerla.

Le llamó la atención que la llegada de la mujer era opuesta, ella venía por propia iniciativa y su familia le rogaba que no lo hiciera. Cuando pasó a su lado lo miró y luego volteó a ver a su versión más joven y le dijo “ves, aquí hay hombres guapos, estaré bien”.

Tres años de soledad y veinte de viudez creía que era suficiente para no pensar en lo que pensó pero, ese halago indirecto se asentó en un corazón marchito y como si se regara una planta sedienta, este dio un brinco.

El año nuevo era un día de amargo recordatorio pero, en esta ocasión, se acicaló como hacía décadas no lo hacía, sonreía por lo absurdo de la situación, no sabía nada de la recién llegada pero, se sentía como una brisa fresca en día caluroso y se encontró reavivando músculos atrofiados en algo llamado sonrisa. Absurdo, así se lo decía mientras alisaba las arrugas de su rostro con una mano mientras la otra manejaba un tembloroso rastrillo. Como si sus hijos hubieran previsto este momento, desempolvó el traje que, hasta ese instante, pensaba que era inútil que hubiera sido empacado en su maleta.

La cena de año nuevo en el asilo era una noche más, lo único que cambiaba era que en lugar del engrudo habitual, había posibilidad de hincarle el diente a algo que requiriera un poco de fuerza en la quijada. Los usuales estaban como siempre, entre batas, camisones y pantuflas de franela y él, sintiendo como la sangre le subía al rostro por la ridiculez de ir de traje. A punto estaba de dar media vuelta para ir a su habitación cuando la vio entrar enfundada en un vestido azul rey y una zapatillas de vértigo. Desconcertada veía hacia un lado y hacia otro, pensando seguramente en lo mismo que él había pensado, en la ridiculez de vestirse para lo que en ese lugar nunca se había celebrado.

Cuando ella lo miró sintió que todo se le venía encima y entonces sonrió marcando unas hermosas arrugas en los ojos y mientras el permanecía paralizado y atemorizado, ella empezó a caminar en dirección suya, sus instintos lo instaban a correr, la autoestima le gritaba que estaba zafado y para terminar de acelerarle el pulso, los asistentes por primera vez desde que había llegado, los veían directamente, tan atentamente como el fin de semana de películas.

“Hola guapo” dijo y lo tomó del brazo sin darle oportunidad de responder, lo llevó al centro de las mesas y empezó a bailar con él una música que solo ella escuchaba y fuera por cortesía, por soledad o por necesidad, empezó a bailar con ella en el opresivo silencio que de repente encontró ritmo, un ritmo generado por palmadas de ancianos solitarios que sonreían deleitados ante el improvisado espectáculo.

Primero uno, luego otro y como si hubiera sido manda, cada uno de ellos fue a su habitación a engalanarse para una noche que hasta ese baile había sido el recordatorio de su aborrecible soledad.

La hora de dormir llegó y pasó, las enfermeras antes ausentes, ahora corrían de un lado a otro sirviendo vasos desechables con jugo de manzana, una había sacado una de las bocinas portátiles y había conectado su celular poniendo música de los 50 y baladas clásicas, su música. Los ancianos bailaron hasta que fueron interrumpidos por la televisión que solo se prendía los fines de semana y que ahora estaban en el conteo regresivo, 10...9...8...7...6...5...4...3...2...1...

El año nuevo había llegado y, esta vez no fue un recordatorio de lo perdido sino la llegada de una nueva oportunidad.

Emocionado como adolescente, entendió que la vida no es de tiempos sino de actitudes, de decisiones y de emociones.

Año nuevo... vida nueva... incluso en su ancianidad.