EL PEQUEÑO RINCÓN

EL PEQUEÑO RINCÓN
Por:
  • raul_sales

Trataba de no escuchar el ruido, los nombres pronunciados sin inflexión alguna, los gritos afuera, las recriminaciones en voz baja, las amenazas veladas, las misma voces que soltaban sarcasmo e ironía y luego dejaban caer palabras de meloso amor.. Trataba de jugar en el diminuto espacio sin cruzar la frontera de otros padres con sus hijos, trataba de disfrutar esas dos horas pero, como las historias que le contaba su mamá acerca de los hechizos que cubrían reinos, así sentía que toda esa mala vibra cubría el lugar y los juegos eran insípidos, el tiempo irregular, el miedo era constante infantil y el odio marcaba la frente de los adultos... Cada semana era igual, ya empezaba a odiar los fines de semana, el coraje que se acumulaba en su madre y que explotaba cuando veía a su padre, su padre que la ignoraba y que jugaba con ella bajo supervisión para luego escupírselo en la cara de su mamá diciéndole que nunca le perdonaría eso.

Ella había dejado de ser razón para convertirse en premio, en la herramienta de dolor, aceptaba que ambos la amaban pero, sabía también que era el único motivo por el cual, dos personas que se odiaban, tenían que verse obligatoriamente cada semana y los rencores, cual fogata bañada con gasolina, ardían con furia consumiendo no solo su centro sino sus alrededores.

Las dos horas pasaron como siempre, en un parpadeo en medio de una tormenta de arena, por un lado se sentía triste por no ver más a su papá y por el otro, la culpa por sentir el inmenso alivio al dejar ese lugar de tristeza concentrada acumulativa.

“Menos mal que solo son dos horas, un minuto más al lado del patán ese y te juro que me vuelvo loca... Sigo sin entender que pensaba el juez... pero, lo va a pagar, verás bebé, cuando termine esto, nos iremos de viaje y tu papá tendrá que vivir en la calle...” cada semana era igual, dejaba de ser la amorosa madre para convertirse en la resentida ex esposa, así era el domingo que se transitaba del llanto al grito de coraje, el lunes que con ojos hinchados que retomaba la rutina, el martes de silencio, el miércoles y jueves normal, el viernes la irritabilidad de la cercanía, el sábado el silencio que precede la tormenta.

-Verás que pronto estarás conmigo y jugaremos todo el día, todos los días.-

-Si papá.-

-Eso quieres ¿verdad?.-

-...-

Prefería guardar silencio, sabía que no podría jugar todo el día, todos los días, su trabajo seguía siendo el mismo y ese era uno de los motivos por los que mamá se había enojado en un principio. Recordaba despertar en la noche y escuchar en el piso de abajo a sus papás discutiendo acaloradamente, las recriminaciones de su madre de que dejaba todo hasta el final, que ella le decía las cosas y que a él le valía un pepino, la respuesta de su papá diciéndole que lo hiciera ella, que puras quejas recibía, que se rajaba el lomo para conseguir dinero y llegaba a casa y ella solo le reclamaba, esgrimía su ausencia de vida social, su falta de vicios y a ella, a ella también le valía un pepino. Fue escalando, mamá lo interrogaba antes de salir, como si fuera a hacer algo malo y él contestaba apenas conteniendo la ira de tener que dar explicaciones, de tener que justificarse como si fuera a hacer algo malo.

Un día papá apagó su teléfono y mamá empezó a llamar a sus amigos, a la abuela, no le importó la hora, despertó a la nana y salió a buscarlo. Supongo que lo encontró pues después de eso, papá llegó a la casa, tomó sus cosas, me dio un beso en la frente y le dijo que pronto estaría con él.

No fui al juicio pero no debe de haber sido bonito, mamá llegaba un día llorando, otro furiosa y en muchas ocasiones fluctuaba entre ambas emociones. Debe haber sido terrible para ellos y hasta ese momento lo sentía por ambos y porque mal que bien, nuestra familia unida podía no ser perfecta pero era mía, podían pelear y siempre se arreglaban hasta que un día ya no lo hicieron y yo dejé de ser lo que tenían en común para convertirme en el dardo que cargaban de veneno y se aventaban con prodigiosa puntería. Podían odiarse pero, se habían amado, se conocían perfectamente y sabían en donde se harían más daño y en todas ellas, yo era factor.

Los abuelos trataban de no meterse aunque,, cuando creían que no los oía, dejaban salir sus opiniones en las que siempre “la pareja” era culpable, así que, para mis abuelos paternos mi mamá tenía una necesidad de control y una autoestima baja que había añejado a papá y para mis abuelos maternos papá era un energúmeno sin paciencia. Acusaciones iban y venían y ella estaba siempre en el centro, “la pobre Mila”, nadie había pensado en ella, en el daño que le hacían y mientras todos hablaban, nadie actuaba así que era lo mismo, de que servía que todos le tuvieran lástima o que todos se preocuparan si las cosas no cambiaban.

Después de una semana muy intensa en las que mamá le había contado cosas terribles de papá y papá le había mandado miles de juguetes, unas señoritas muy amables le preguntaron si quería estar con mamá o con papá y Mila entendió las acusaciones de mamá y los regalos de papá y lloró, lo hizo desconsoladamente, inmersa en esa soledad en la que la habían colocado y dejado ahí. Una soledad en la que prefería estar antes que ser el motivo del dolor.

Hay venenos que infectan todo el sistema, que se vuelven más tóxicos con el tiempo y no hay odio más profundo e intenso que el que el amor engendra.

En ese rincón pequeño de su mente, casi tan pequeño como el espacio del centro de encuentro familiar donde jugaba en un metro cuadrado mientras el reloj corría sin tocarse el corazón y otros padres intentaban jugar a su lado sin interferir, haciendo como si nadie más que ellos y sus hijos existieran, cada quien en lo suyo pero, los niños cruzaban miradas por debajo de los cuerpos adultos y en todas ellas se leía lo mismo... “no quise que esto sucediera”. Mila encontró en ese rincón de su mente el espacio donde librarse de la culpa de ser ella el motivo de que las heridas no cicatrizaran y el espacio silencioso donde las quejas, por muy fuerte que se gritaran, no podían ser escuchadas, un espacio de silencio, de paz, de... nada.

Como si no fuera suficiente el odio generado por lo no dicho, por lo malentendido, por la inseguridad aventada al rostro, por el grito no contenido, por el miedo al espejo, por la ausencia de lugares comunes, la búsqueda brusca de otros brazos sin cuestionamientos, de otros labios sin exigencias, de otras seguridades que cubrieran los miedos, la enfermedad de Mila fue otra bala en la pistola de culpas a dispararse... “Tú no la vigilabas”... “tú la abandonaste”... “era tu responsabilidad”... “nos dejaste tiradas sin dinero para gastártelo con esa”... “tú...”... “tú...”...