La intensidad interior de Antonio López Sáenz

La intensidad interior de Antonio López Sáenz
Por:
  • miguel_angel_munoz

La luz es el blanco de la sombra.

Pero es la pupila negra la que ve.

LARS FORSELL

El romanticismo fue sin duda un acto de fe en el arte. El «espíritu del tiempo» romántico define al artista moderno como el creador que apuesta por la trascendencia estética y descubre el significado de la obra de arte. John Berger reflexiona sobre el papel que tiene que mostrar a las «almas de plomo», incapaces de elevarse por encima de su estatura, cómo transfigura un universo que es y no es subjetivo, y sólo a medias personal: el reino del arte. Madame de Stael publicó el tratado De la influencia de las pasiones sobre la felicidad (1796), donde proponía el retorno del juego de la imaginación, la vuelta al cosmos de las imágenes donde la subjetividad es aún capaz de recrear el estado de la naturaleza. Pero el artista es un ser apasionado por definición, y las pasiones nos inclinan a la dependencia y, desde luego, a la creación. Hay que destacar aquí la «necesidad de hacer», que me parece clave en la creación artística. Deseo que, asociado a la imaginación, produce la obra de arte. Bien apunta Paul Claudel: «L’oeuvre d’art est le résultad de la collaboration de l’imagination avec le désir».

En este sentido, la pintura de Antonio López Sáenz (Mazatlán, Sinaloa, 1936) es heredera del romanticismo: arranca de una reflexión severa sobre su capacidad imaginativa. Su pintura es silenciosa: despliega una gama de posibilidades de aproximación ilimitada. Es una pintura que constituye unas formas de concordancia con algo ya hecho, por la naturaleza o por la nueva realidad del arte, que voluntariamente se desentiende del confinamiento histórico. Es tal vez una pintura visionaria que absorbe la atención del espectador y aniquila cualquier referencia innecesaria para la aproximación estética de un drama formal a menudo impenetrable («El arte es siempre una armonía paralela a la naturaleza», decía Paul Cézanne). Una obra en la que se plantean problemas constantes, tanto de concepto como de técnica y de lenguaje, y en la cual va abriendo y desbrozando un serie de caminos únicos e irrepetibles en el arte mexicano de la segunda mitad el siglo XX.

La originalidad es un valor añadido y constantemente cuestionable en el arte contemporáneo. ¿Qué significa esta actitud? En la pintura de López Sáenz la insistencia en una posición estética que por fortuna es ya pieza clave del mapa visual del México del siglo XXI. Nuestro pintor se toma en serio las determinaciones que han hecho moderno el gesto de pintar y que ha logrado desarrollar a lo largo de más de seis décadas de trayectoria. Según se mire, son muchos años de trabajo, pero se dobla de intensidad cuando se trata de una brega artística en la que no cabe la rutina, ni la acomodación, ni, aún menos, ese legítimo darse un descanso en el tramo de la madurez, porque, a diferencia de otras profesiones, en ésta la gran batalla creadora se da precisamente en el crepúsculo. Se ha escrito mucho sobre la importancia que tiene la madurez de un artista para redondear su obra, que lo sigue exigiendo todo hasta el final. Basta con citar la última obra de los

grandes artistas del pasado o del presente, como Tiziano Vecellio, Nicolas Poussin, Jean Simeón Chardin, Dominique Ingres, Pablo Picasso, Joan Miró, Esteban Vicente, Rufino Tamayo, Albert Ràfols-Casamada o Antoni Tàpies para demostrarlo.

Si observamos en perspectiva el trabajo de López Sáenz, parece poseer un sentido fijado previamente, parece encaminarse hacia una posición muy concreta, y en cierta medida también distante respecto a otras propuestas de múltiples artistas de su generación. Y es que mientras algunos creadores en México alimentaban su tarea a partir de la abstracción —que en muchos momentos estaba contaminada—, pues fue retomada de España, Francia y Estados Unidos, pocos pintores en México, como José Luis Cuevas, Luis García Guerrero, Vicente Gandía y Antonio López Sáenz, buscaban en la figuración un camino diferente.

Hombre recostado (1976), Hombre dormido (1977), Juicio de París (1977) Accidente en la avenida Universidad (1977) son obras significativas del momento abstracto de López Sáenz, pues son la transición o el puente estético donde su obra va a cambiar hacia una figuración definitiva. Son obras, pues, que visualizan la profunda impresión provocada por la pintura estadunidense descubierta a través de libros y otros pintores de su generación, esa abstracción lírica tan a menudo invocada por la crítica para descubrir el giro informal que se produjo a lo largo de esos años. Es el momento centrado en la «especulación de la forma», en la puesta de una diferencia significante que rompa la geometría compositiva. No sé si 1977 o 1978 señala el periodo final de las tentativas abstractas de la pintura de López Sáenz, pero lo cierto es que a partir de esta fecha se multiplican sensiblemente los motivos que podemos calificar de realistas en la amplia acepción del artista; es decir, como evocaciones más o menos fantaseadas por el pintor de elementos del entorno cotidiano o, mejor dicho, más figurativas y más próximos a lo que será su lenguaje estético. Toda obra de arte se constituye a lo largo de un proceso de límites huidizos pieza a pieza. En esta época primera, la pintura de nuestro artista destaca porque asimila una salida hacia la figuración que arranca de la tradición abstracta bien asimilada a través de la naturaleza y el paisaje, a través de una figuración que alcanza pronto y sin censuras un elocuente lenguaje formal. Quizá Mujer en vagón (1978) constituya en su obra la mejor síntesis de esa ansiedad de influencias que tanta fuerza va a marcar a su generación y a definir las primeras tentativas rupturistas en su pintura.

A finales de los años setenta López Sáenz ocupa una posición figurativa importante, y lo hace, desde luego, como un reflejo de su tiempo y espacio, es decir, ve en el paisaje de Mazatlán la necesidad de reflejar su entorno, su memoria, su pasado y su presente. Su estilo es una sintaxis, una síntesis obstinada en experimentación constante con la pintura. Hay de esta época tres piezas importantes: Juicio de París (1976), Motivo clásico (1976), Dos figuras en blanco (1976), que son el comienzo de su discurso estético. Las claves de su trabajo son pictóricas, pero una idea se hace cada vez más clara: la progresiva aparición de la figuración, la creciente economía de los elementos de su pintura van unidos de forma inextricable a una mayor riqueza plástica, a una capacidad de sugestión visual que crece de modo continuo, como fuerza tranquila que se desliza en multitud de gesto, de vaivenes. Es una obra que se configura, pero que al mismo tiempo se transforma. La realidad del arte es siempre otra. «La realidad —dice Octavio Paz— se vuelve no real cuando lo irreal es real». En los ochenta, la posición de distanciamiento continúa siendo la misma: su pintura no manifiesta ninguna relación con las pautas artísticas del momento, con el cromatismo exacerbado y la narratividad que hoy nos parecen un tanto literales, lo que de algún modo le permite mantenerse al margen del desgaste de los vaivenes del mercado. Entrada la década de los noventa, la tarea de López Sáenz comienza a ser interpretada desde una

tesitura diferente. El artista siempre cruza fronteras inciertas, se contradice constantemente, es un solitario que cuestiona no sólo al pasado sino también al presente. Entendimiento y sensibilidad. Seguramente en la idea de nuestro artista ha contribuido el evidente reconocimiento de su trabajo en el país, en Estados Unidos y en Europa, así como cierta aclaración del panorama pictórico. Y desde luego, hay que ver su obra ya como un corpus total y una definición estética única en México.

Hablar de evolución es referirse a un conjunto de inesperados giros que en algún momento refutan los logros anteriores, de cuestionamientos e interrogaciones que tienen como consecuencia inmediata orientar la pintura hacia nuevas tesituras. A pesar de poseer un exquisito conocimiento del oficio pictórico, en la obra de López Sáenz se observa un absoluto desdén por lo estilístico, un esquivamiento de lo amanerado. Mirando su pintura, se tiene la sensación de hallarse ante un artista que pretende ensanchar los límites de la disciplina en la cual trabaja y que en ese intento, conseguido unas veces y otras sólo intuido, encuentra una voz personal. El estilo no es sino un hallazgo que sobreviene al pintor y que le permite acotar un lenguaje. A Paul Valéry debemos una precisión clarificadora sobre el concepto: «Voir plus de choses qu’on en sait», lo que bien mirado invoca el principio de sorpresa, de descubrimiento ante el desconcierto de lo nuevo. Es lo que López Sáenz transforma en cada una de sus obras.

Una de las principales aportaciones al arte mexicano de López Sáenz es la consideración distinta del concepto de figuración. Su pintura sorprende, pues descubre siempre lo inesperado. Esto se reafirma en obras como Paraje en el muelle (1980), Personajes alrededor de un bote (1980), Grupo de hombres en barca (1980), El muelle (1981), Trabajador de los muelles (1982), Grupo de pescadores en barco (1983), El ausente (1985), Grupo de paseo (1986) Grupo de jóvenes a la sombra de un árbol (1988) o Mujer en el malecón (1991), por citar algunos. El mar, el cielo, el puerto de Mazatlán, que se perfila esquematizado y escueto en azul sobre un fondo azul de inseguras líneas de un gris marino, el sereno verano va a permitirle realizar la sagaz predicción de su admirado maestro, el simbolista Gustave Moreau: simplificar la naturaleza, nada menos. Diversos personajes marcan el espacio sin otro objetivo aparente que su contrapeso cromático, nada más. López Sáenz trabaja con unos limitados recursos temáticos que administra con exigente destreza visual desde siempre: el puerto de su Mazatlán fantaseado con una imaginación depurada por el tiempo. Como demuestra su extensa obra, la naturaleza es para el pintor una secuencia escogida de signos sensibles, convertidos en experiencia plástica a través de un lenguaje gestual de trazos esencialistas y sintéticos: sus figuraciones deformadas y definidas, las sutiles gamas de azul, las gradaciones atemperadas del ocre y el rojo, un paisaje fascinante de cielos deslumbrantes, tentada por el equilibrio insólito de unas sombras que fantasean volúmenes inesperados negados por la luz, un realismo irreal protagonizado por el color. Son ejemplo sus cuadros: Músicos (1991), La visita, (1992), El paseo (1992), Lección de música (1994), entre muchos otros. Pintura situada entre la sensibilidad y la poesía. Sin duda, López Sáenz en esta época creativa concibe el color no como un accidente sino un componente del espacio: su figuración se ha vuelto dueña de una gama de colores fascinante. Para Baudelaire el color tiene una relación antagónica y complementaria —lo que se establece, por ejemplo, entre un color cálido y uno frío—. López Sáenz obtiene así no sólo una contención de los colores sino que los hace vibrar en una forma cósmica, casi musical; en una lógica sensible y, desde luego, creadora.

El dibujo descubre a Antonio un orden en el paisaje que reinventa después de sorprendentes composiciones cromáticas; por ejemplo, en sus cuadros Grupo en la playa (1985),

Pescadores (1988), Huerta (1990), Grupo junto a la playa (1992), Plañideras (1996), Hermanos a bordo (1996) o La llegada de Ángela Peralta (1997) se trata de una recuperación del motiv de admiración cézanniana del que nuestro pintor extrae una enseñanza doble. Por una parte, cierta geometría básica que le ayuda a puntuar la obra en presurosas líneas maestras, a construirla más bien, sugiriéndole el equilibrio compositivo que después acentuará el color como forma cardinal de la representación. Por otra, una gradación de colores en plano, de controlada densidad de pigmento y fuerte carga emotiva. El artista domina ese equilibrio difícil en el que no se notan las restas, la eliminación de motivos, pero se intuye el cuidado con el que se define cada composición, el orden, la mesura, que se convierten en su fuerza.

Hay momentos cruciales en la trayectoria del artista, en los que da la impresión de moverse en lo esencial, cuya mínima extensión se hace intensamente cortante, deja en suspensión toda la vida dedicada al arte. Éste fue el López Sáenz de su exposición retrospectiva en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México en 1995, donde cada uno de sus cuadros, hasta los emocionantes de pequeño formato, signan el momento con la marca de un acontecimiento artístico; esto es, el del sorprendente y frágil encuentro del artista consigo mismo y con el arte. Y es que en cada lienzo de esas épocas (60-90) estaba ese fascinante misterio de la luminosidad a través del color, de la apuesta por la figuración a través de pocos elementos, de la riqueza cromática más multiplicada a través del uso de pocos colores.

En las obras maduras de López Sáenz la luz adquiere un protagonismo creciente en la escena plástica, suavemente contenida por la fuerza de los perfiles lineales. La luz es siempre cenital —elude el foco lumínico estridente que desorienta la mirada del espectador— y subraya apenas los tenues trazos expresivos que potencian la intensidad de la construcción. La naturaleza, el motivo se ha transformado de este modo en un mundo de arte con vida propia, en un destello ficticio y activo que escapa de los límites del cuadro y nos imprimen su visión. La sencillez aparente de la pintura de López Sáenz nos fascina desde el primer momento: ágiles huellas de color sobre una superficie teñida de luz serena que evoca a Matisse y concluye en el periodo azul de Picasso.

Conviene insistir sobre el dato: rigor y ligereza son las nociones que vertebran la geometría interna del proyecto constructivo del artista. La estrategia formal regula el despliegue visible. Pero volvamos a una pintura de López Sáenz: Música de viento (1986). En esta ocasión, la autonomía del blanco toma el espacio plástico, lo agota casi, en buena medida, y exige una composición concéntrica que magnifica el efecto visual: en el músico hay sutiles pinceladas en contrapunto sobre un fondo de colores complementarios. Levemente esbozados, breves brillos de azul sostienen puntos de color amarillo que recrean la atmósfera o el paisaje que surge detrás del personaje. El artista convoca un inventario personal de formas que crean bellas asociaciones sensibles.

Es sabido que la percepción de la belleza constituye el argumento de la estética sustantiva. Se trata así de una percepción inmediata, innata, una percepción sensorial, pero sólo en apariencia. Las características que la percepción de la belleza puede compartir con otros sentidos funcionan de otra manera. Una cosa es bella, y el criterio parece aceptable, no porque aparezca así, no porque refleje en su forma alguna suerte de destello ideal. Para que algún objeto resulte bello hay que actuar sobre él y doblegarlo a la voluntad de una representación artificiosa —cultural, por supuesto— orientada por las reglas del arte. Ese espacio tiene sentido y es capaz de vibrar para darle sentido a la composición. Los

auténticos espacios cromáticos transmiten la vida del cuadro con mayor o menor intensidad que las estelas difusas de los objetos representados.

Desde este punto de vista, la pintura de López Sáenz no es mera evocación instantánea de un momento de la naturaleza. Tampoco el resultado de un programa figurativo controlado. Responde también a la resistencia o ductilidad de los materiales utilizados, al magnetismo de pigmentos y grafitos, a la azarosa saturación de los colorantes y disolventes, a las argucias, en suma, del viejo oficio de pintar. Se trata una vez más de obtener de la materia una respuesta a los imperativos expresivos del artista, pero también de volver a las viejas imágenes detenidas en la historia del arte con una mirada nueva y original que la active desde nuestro tiempo. En Canto de las sirenas (1987), los personajes imaginarios se yuxtaponen en grises, verdes, naranjas y blancos sobre un azul lapislázuli que contornea el mar. El mundo de las sensaciones es para el artista un universo de sorpresas. Esto último significa transmutar la complejidad en sencillez o, para decirlo mejor, ganar sentido estético, abreviar la urdimbre pictórica, reduciéndola a lo esencial. De esta forma, se puede afirmar que nuestro artista es un pintor de veta lírica, cuya fina fragancia romántica nunca empaña L’ esprit de géometrie, un cierto fondo de orden, un trasfondo normativo, una visión muy clásica. En este sentido, López Sáenz ha logrado un prodigioso equilibrio entre libertad y sabiduría, expresividad y elegancia, que ha desarrollado de forma soberana, sobre todo en la pintura, técnica en la que es un maestro incomparable, no sólo en su tierra natal sino en México. Por su independencia y también por su especial sensibilidad, su obra puede recordar a la del primer Rufino Tamayo, Carlos Mérida, Juan Soriano o Ricardo Martínez, que siempre lograron mantener un asombro constante ante el oficio de pintar. Libertad es conquista en el arte.

No le hacía falta a López Sáenz buscar otros lenguajes para crear unas formas que jamás fueron explicativas, pues su mundo era y sigue siendo el de un pintor y dibujante exquisito, de mirada transparente hacia el paisaje y el entorno cotidiano. Pero, como todo gran artista, ha buscado en la escultura, la cerámica y la joyería otros campos de expresión. Un pintor que parte de la idea y acaba en la forma y cuyas conjunciones de materiales —formas perfectamente acabadas con otras difusas y ambiguas, color, elementos gráficos—. En ese sentido, su escultura conoce únicamente la figuración, los signos y no las divagaciones; obedece a leyes, proporciones, relaciones; son un juego de ángulos y de líneas que descartan, niegan y avanzan mediante exclusiones. Es subversión y pureza del espacio, de la forma. Y la figura aparece: Dos hombres (1988) y Mujer sentada (1988), son de nuevo figuraciones concretas, muy plásticas, sí, pero al mismo tiempo sugieren desplazar la mirada para descubrir su volumen. Con la forja logra una alquimia ambigua y su fascinación sobre la forma somete y descubre todas las posibilidades de su lenguaje escultórico. Son formas esbeltas que celebran el dinamismo espacial no sólo por su naturaleza de formas simples, sino hasta por su a veces prodigiosa manera de evocar lo luminoso de la pintura, como ocurre en algunas piezas de su cerámica: Pareja durmiendo o La inundación. Este López Sáenz escultórico nos habla desde la figuración para señalarnos la sensación estremecida de lo real, el tacto de la piel, los susurros, las sombras, los gestos, las líneas de cada personaje, la encarnación del espíritu gracias a la escultura, que en muchas de sus piezas lo convierten en un clásico y en un romántico escultor contemporáneo.

En los cuadros de los últimos diez años (2000-2010), el artista ha revisado la complejidad textual de su obra de finales de los setenta y principios de los ochenta, bien transformando la superficie de la pintura en una figuración concreta y definida o bien creando una

superficie elaboradamente sutil sobre la que sitúa una figura sola o doble. En Día domingo por la mañana (2000), Catcher (2003), Mujeres y abanicos (2003) reconocemos no sólo el estilo y su técnica característica; también, como una luz nueva, más radiante y saturada, un nuevo brío, un mayor atrevimiento; en suma, un timbre luminoso plástico nuevo, más refinado y brillante, cuyo atrevido fervor a veces recuerda la gama ardiente de Matisse, pero sin que nunca ese tono vibrante y emotivo deje de estar sabiamente controlado; es el testimonio de un esfuerzo sintético. El dibujo, la acuarela, el gouache, el óleo e incluso la escultura han sido los instrumentos simultáneos de un trabajo severo sobre el trazo y las caligrafías lineales que han dado vida a un mundo orgánico de signos, transfigurado en espacios originales equilibrados o en movimientos dotados de ritmos propios y poblados de juegos figurativos, planos, sobreposiciones azarosas, sombreados, todo lo que, en definitiva, definió Paul Klee como el objeto del arte moderno: «No reproducir lo visible, sino hacerlo visible». Y es que López Sáenz es un pintor sensible, lírico, romántico y sabio. Ninguno de sus cuadros es jamás insustancial, pues todos tienen su estilo figurativo muy personal y una capacidad sobresaliente para sintetizar elementos plásticos (espacio, materia, gesto, luz y color) y un uso casi magistral de los contrastes cromáticos.

En dos de sus cuadros recientes, Retrato de familia (2010) y Grupo de mujeres (2011), López Sáenz ha creado un mundo fascinante de imágenes y sensaciones que intervienen en la imaginación del artista y que han sido capaces de configurarse como entidades dotadas de vida propia. El artista grande es aquel que ha visto de una manera la naturaleza y nos ha dado las razones formales para hacerlo de esa manera. En la tradición clásica las sombras eran siempre oscuras, pero los impresionistas nos enseñaron a verlas rojas, azules, verdes o violetas. López Sáenz no sólo ha logrado neutralizar el efectismo cromático, intercalando gamas cálidas y frías, sino que mediante contraluces ha logrado una sombra sorprendente de las figuras. Éste es una vez más el triunfo de la pintura. El gran arte sobre la habilidad, si cabe la síntesis, en Antonio López Sáenz es observar a lo largo de seis décadas de trayectoria que en la intención del artista paisaje, figuración y naturaleza se confunden. Los discretos silencios se han transfigurado lentamente en una suerte de desolación figurativa que reduce a mero soporte visual nuestro mundo de objetos. Los fantasmas de las cosas se perfilan con una «fantasía literaria», coloreada con el color convertido en materia de pintura.