En tiempos de Mozart, el príncipe de Austria visitó un teatro para vigilar la calidad de cierta pieza de ballet. El estreno sería parte de una celebración real. Ningún detalle estético debía escapar a la sensibilidad aristocrática, bien versada en los cánones artísticos de su tradición. Al observar el ensayo, el príncipe se mostró incómodo. Todos esos saltos maravillosos no me conmueven, denunció el monarca: los bailarines son extraordinarios, pero sus movimientos me parecen ridículos sin la música. ¿Por qué no hay músicos en esta pieza? Con temor a cometer una imprudencia, uno de los acompañantes balbuceó: usted mismo prohibió la música en el ballet, su alteza. ¿Quiere que la usemos otra vez?
El día de hoy, el pequeño príncipe todólogo que llevamos dentro se regodea con nuestra solemnidad omnisciente. Comprometidos con una ideología estética, perdemos el bosque por criticar el árbol. El premio Nobel de Literatura a Bob Dylan generó debates interesantes en muchos estratos de nuestra cultura, pero un juicio que leí de manera repetida entre las protestas por el galardón, consiste en que el ganador es un músico y héroe popular indiscutible, pero un escritor de corto alcance. Para demostrarlo se plantea que, sin la música, la poesía de Dylan pierde su magia y es cursi o banal. Pero ¿no actuamos como el príncipe austriaco cuando queremos leer canciones sin música? ¿Debemos asumir que la esencia de la literatura radica en la lectura y la escritura?
Según Isaac Asimov, la escritura es el más grande invento de la humanidad. Pero ¿debemos tomar una actitud religiosa ante ese portento? Prefiero una versión de la literatura más cercana a la de Scherezada en Las mil y una noches: me refiero a un diálogo hablado, escrito o cantado, capaz de alimentar nuestra conciencia, y a veces, de salvar nuestra vida. La literatura habita los libros, pero también puede encontrarse en la conversación cotidiana, el radio, el cine, los medios digitales, la música popular. Aunque la escritura es uno de los ejercicios de atención más completos que conozco, el planteamiento de la esencia de la literatura como un arte hecho solamente por escritores me parece infectado de fundamentalismo. Al igual que el baile, anhelo un día en que la literatura sea realmente un ejercicio para la mayor cantidad posible de personas. Quizá eso va en contra de la tendencia elitista arraigada en los ambientes literarios y en todos los espacios de la (autodenominada) alta cultura. En su hilarante libro Las caricaturas me hacen llorar, Enrique Serna incluyó un ensayo titulado “El naco en el país de las castas”. Allí plantea que uno de los grandes pecados del personaje más estigmatizado por el clasismo mexicano es su condición mestiza: aunque los pueblos indígenas sufren una gran marginación material, en la dimensión simbólica su pureza étnica motiva toda clase de idealizaciones. La condición mestiza no tiene ese prestigio estético y es mirada con desconfianza por los aristócratas de las artes. Enrique Serna expone el caso de Juan García Ponce, quien revela en su novela Pasado presente el sentimiento de repulsión frente a las masas populares mexicanas, en la calle y en el Metro. En algún sentido, el elitismo estético está atento a los avances amenazantes de cualquier forma de mestizaje de los lenguajes artísticos: la combinación de música y literatura descalifica a Bob Dylan, la literatura digital es mirada con sospecha, el lenguaje de los comics sólo es aceptado en el esnobismo cultural cuando se usa el concepto de novela gráfica, como si los alcances de la narrativa gráfica tuvieran que recibir las bendiciones del arzobispado literario. Italo Calvino lloró muchas veces el exilio de las imágenes en los libros adultos.
"Tuve una pareja que decía: sospecho de cualquiera que no juegue. ¿Cuál es tu juego?, me preguntó. Le contesté que la literatura”.
Durante los años universitarios leí un libro muy estimulante: Una introducción a la teoría literaria, de Terry Eagleton, un autor al que regreso con alegría y respeto. El primer capítulo, si la memoria no me traiciona, se titulaba “¿Qué es la literatura?”. Eagleton discutía los límites de la producción literaria, y ponía como un ejemplo de alguien que está afuera de la literatura a Carlos Marx, un ejemplo con el que me resulta fácil estar de acuerdo: sin subestimar la creatividad intelectual y el poder analítico de San Marx, es claro que se trata de un autor aburrido, serio, denso, muy relevante pero poco disfrutable. ¿La tarea literaria consiste en buscar el gozo estético? Un día decidí hacer la pregunta directa a mi padre, quien llevaba más de cuarenta años dedicado a la creación literaria. Su respuesta fue muy sencilla: la literatura es el arte, o simplemente la práctica, de jugar con las palabras. Como cualquier otra definición, la de mi padre está abierta a la crítica. La teoría literaria no es una ciencia exacta, y no hay manera de validar esta hipótesis o cualquier otra como correcta o incorrecta. Eso sí, cada definición trae consigo su carga de consecuencias políticas, sociológicas, estéticas. Tuve una pareja que decía: sospecho de cualquiera que no juegue. ¿Cuál es tu juego?, me preguntó. Le contesté que la literatura, pero me miró con escepticismo. Y sin duda el canon crítico se ha encargado de reforzar la idea de la literatura como una actividad solemne, y desde luego puede serlo; los alcances trágicos de las grandes obras narrativas contradicen, en apariencia, la hipótesis lúdica, pero es posible que la eficacia de la tragedia se deba, en alguna medida, a los recursos del juego formal implícitos en la estructura narrativa. Se trata de un juego serio, a veces, o de un juego real, pero no de la seriedad o la realidad a secas. El tono amargo asusta al público; mi pareja no había leído libros en muchos años, quizá porque los mitificaba como objetos de veneración en un culto amargado. La idea de juego, en el corazón de lo literario, implica el gozo inherente a la experiencia artística, y si no garantiza la profundidad del contenido informativo, sugiere que la transmisión del conocimiento será más efectiva si se hace con espíritu lúdico. En su libro Vuelo sobre las profundidades, mi padre incluyó un ensayo sobre Nabokov, uno de sus autores predilectos, y al final se refiere a él como un hombre genial que, derrotado por el implacable principio de la realidad económica y legal, sólo tiene palabras para jugar.
Así concibo la literatura: un código capaz de combinarse con las imágenes, la música, el lenguaje del cuerpo, y que sin embargo no requiere más que palabras y la voluntad del juego.