La inconsecuencia del anonimato

Foto: larazondemexico

Toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. ¿Se acuerdan de esa frase? A partir de ella se han construido principios y procedimientos del Derecho moderno. La presunción de inocencia es garantía contra abusos del poder —de cualquier poder—. El debido proceso obliga a que no haya condenas sin pruebas. Un proceso adecuado implica audiencias, evidencias, testimonios y hasta entonces, sentencia.

Todo eso se olvida en el instantáneo tribunal de las redes sociodigitales. Cuando una denuncia se vuelve trending topic no hay explicación ni reparo que valga, al menos con la eficacia que adquieren las acusaciones propagadas de manera viral. Si Twitter suena es que algo lleva, dictaminan las mayorías irreflexivas. Pero no siempre, como nos consta a diario, las redes sociodigitales difunden la verdad. La gran ocasión que estas redes ofrecen para hacerse eco de la pluralidad y la realidad sin limitaciones ni censuras es desperdiciada cuando se reproducen versiones que no están apuntaladas en evidencias ni verificaciones.

El movimiento MeToo tuvo un enorme éxito gracias a tres factores. Sus denuncias develaron atropellos inadmisibles y concitaron la legítima indignación de mujeres, y también hombres, que rechazan el abuso de poder para obtener beneficios sexuales. En segundo lugar, aprovechó con eficacia la apertura, así como la capacidad de propagación, de las plataformas sociodigitales. Allí se expresó una gran cantidad de mujeres que tuvieron el valor de señalar a sus agresores. El Me del movimiento, en tercer término, implicó que esas mujeres dieran la cara: tienen nombres, rostros y apellidos. MeToo fue expresión de valor civil reafirmado en el apoyo mutuo: las denuncias de unas propiciaron otras más.

Esa solidaridad en cadena se sustentó en hechos documentados. En octubre de 2017, el reportaje de Ronan Farrow en The New Yorker sobre las acusaciones de violencia y abuso sexual contra el productor Harvey Weinstein detonó esa sucesión de revelaciones. Yo También tuitearon entonces millares de mujeres refiriéndose a sus propios agresores. Si las denuncias hubieran sido anónimas, Weinstein y otros acosadores seguirían tan campantes. La sororidad, como las feministas llaman a la fraternidad entre mujeres, no existe sin identidades reconocibles.

SIMPLISMOS, EQUÍVOCOS, FALSEDADES

Los movimientos sociales, mientras más amplios son, más contradicciones y tensiones experimentan. Dentro de cada movimiento aparecen concepciones distintas sobre lo que hay que hacer y cómo. Con frecuencia sus participantes caen en inconsecuencias. La noble causa del #MeToo, movimiento tan amplio como los abusos que pretende atajar, se ha enfrentado a intolerancias e inercias machistas, entre otras dificultades. Pero además, tropieza con tres obstáculos que resultan de su propia diversidad.

El primero de ellos es la división maniquea entre hombres perversos y mujeres virtuosas. Evidentemente no todos los varones son abusadores e infames, de la misma manera que no a todas las mujeres las definen la magnanimidad y la honestidad. Tan sólo mencionar esas obviedades parece ridículo. Pero entre no pocas adherentes del #MeToo campea la convicción de que basta con que una mujer la diga para que una denuncia sea cierta. Pretender ignorar las agresiones a las mujeres es una tonta obcecación. Pero suponer que la verdad es monopolio de un género constituye una expresión de fanatismo.

Un segundo escollo entre las acciones del #MeToo y la denuncia de abusos contra las mujeres es la flexibilidad de las transgresiones, reales o supuestas, que se pueden amparar con ese hashtag. Alguno o varios grupos que se asumieron como el #MeToo mexicano abrieron cuentas en Twitter para propagar denuncias anónimas. Allí se difundieron algunas acusaciones muy graves, que ameritarían ir al terreno judicial, sobre hechos, según se dijo, que ocurrieron en el ámbito de la literatura, el teatro, la música o la academia, entre otros. Pero junto con ellas se publicaron episodios baladíes: anécdotas que no llegaban a agresión, equívocos confundidos con asedio, despidos o medidas laborales por causas ajenas al acoso. Así mezclados, los episodios realmente graves se difuminan y trivializan. No todo lo que ocasiona incomodidad es una agresión. No toda insinuación sensual o sexual es acoso. Marta Lamas ha explicado, en un brillante y preciso libro:

Hay que dilucidar si toda forma de requerimiento sexual es acoso, si todo acoso es violencia y si la violencia sexual es o no más grave que las demás violencias.1

Un tercer error en el que incurren —no siempre— los grupos y las personas identificados con el #MeToo es la acusación infundada. Los abusos sexuales no en todos los casos dejan huellas y, ciertamente, a veces resulta difícil documentarlos con rigor pericial. Pero sin evidencias el señalamiento depende únicamente de la palabra del acusador —o acusadora— y queda sujeto a la credibilidad que se le quiera conceder o reconocer. Cuando se publican acusaciones de esa índole, sobre todo si se trata de personajes afamados, la sociedad toma partido definida por simpatías y no por hechos. Hay quienes han querido creer que Woody Allen o Kevin Spacey son culpables de las transgresiones que se les adjudican. Otros deciden no creerlas. La persona así señalada queda a merced del jurado popular que transita de las redes sociodigitales a los medios y en el cual las emociones pesan más que los hechos. En algunos casos las pesquisas judiciales comprueban o descartan esas acusaciones. Pase lo que pase queda el veredicto, habitualmente condenatorio, de los implacables tribunales que se habilitan en el espacio mediático.

Las mujeres francesas que reaccionaron críticamente al #MeToo señalaron el año pasado:

#MeToo ha provocado en la prensa y en las redes sociales una campaña de delaciones y de acusaciones públicas de individuos quienes, sin darles la posibilidad de responder ni defenderse, han sido colocados en el mismo plano que los agresores sexuales.2

"Se difundieron algunas acusaciones muy graves, que ameritarían ir al terreno judicial. Pero junto con ellas se publicaron episodios baladíes: anécdotas que no llegaban a agresión, equívocos confundidos con asedio".

EXCESOS DEL #METOOMEX

Habría que aplaudir al #MeToo mexicano si presentara hechos documentados, si respaldara a las víctimas para presentar denuncias, si no estuviera repleto de acusaciones anónimas. Sin rigor ni verificación, esas cuentas en Twitter se convirtieron en escaparate de miserias personales, incidentes variados, venganzas e imposturas.

Es altamente posible que entre los episodios allí relatados haya casos de auténtico asedio contra mujeres. Pero quedan confundidos y en todo caso sujetos al beneficio —o perjuicio, según— de la duda. Las acusaciones así expuestas sólo pueden tener dos efectos: la catarsis para quienes las presentan y la persecución pública contra los denunciados.

“Yo sí te creo”, les dicen sus simpatizantes a quienes formulan esas acusaciones. Y uno puede creer o no, pero siempre a partir de un juicio subjetivo, tamizado por las simpatías, los desafectos o el voluntarismo de cada quien.

Se pueden recordar las ineficiencias en la impartición de justicia y las dificultades para apuntalar una denuncia por acoso o por violencia sexual. Pero supeditado al ánimo de quienes recorren la tuitósfera para enterarse del infortunio o la ruindad de otros, el conocimiento de esos casos quizá sirva como terapia pero sin duda no es justicia.

Esas denuncias pueden afectar a personas que no han cometido transgresión alguna. La presunción de inocencia queda anulada cuando alguien, al amparo de su propia subjetividad, convoca a la condena moral de otros. Si se trata de un verdadero delito, el desprestigio no es la manera de sancionarlo. Si el acusado no cometió la falta que le señalan, se trata de un inocente sometido a una indebida persecución pública.

NI RESENTIMIENTO, NI SILENCIO

No hay explicaciones cabales para la decisión del músico y escritor Armando Vega-Gil, quien se suicidó el primero de abril, después de ser acusado en un mensaje anónimo en Twitter. Pero sí debiera haberlas para las reacciones que suscitó. En las cuentas del #MeToo mexicano, y en sus afluentes en las redes, circularon mensajes de incomprensión y odio que no tomaban en cuenta la tragedia ocurrida. La periodista Blanche Petrich advirtió la indigencia emocional de los fundamentalistas que se ensañaron ante ese acontecimiento:

#MeToo no supo reconocer el valor del silencio. Sobre el duelo y las lágrimas de la familia y los amigos del botellito de jerez hablaron las juezas ciegas: “Jugar con eso para salvarte de una demanda por pederastia e intentar limpiar tu imagen no sólo es cobarde, es ruin”. Para mí, el #MeToo mexicano se hundió con esas palabras.3

Si el feminismo descansa antes que nada en el humanismo, el que se expresó en aquellos tuits (anónimos y cargados de resentimiento) no es feminismo. El acoso y los abusos no serán erradicados con campañas de odio. No se trata de que las agredidas callen pero sí de que los legítimos derechos y reclamos de las mujeres no sean pretexto para incriminaciones sin sustento. A los derechos de unas no se les defiende violentando los derechos de otros.

Notas

1 Acoso. ¿Denuncia legítima o victimización?, FCE, 2018.

2 Defendemos la libertad de importunar, indispensable a la libertad sexual, manifiesto de Sarah Cliche, Catherine Millet y otras, en Le Monde, 9 de enero, 2018.

3 La Jornada de Oriente, 2 de abril.

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