Recientemente, Adolfo Castañón fue entrevistado por Alejandro Arras para la revista Letras Libres. En ella, Arras lo describe como “bibliófilo, ensayista, poeta y editor heroico”. Todas esas y otras muchas cosas más ha sido y es Castañón, que en la conversación narra diversos episodios de su vida, su relación con algunos maestros y amigos, y culmina con una frase que lo pinta de cuerpo entero. A la pregunta de qué le diría a los jóvenes, el autor responde: “Que sigan su camino, que no se distraigan con las voces de los supuestamente mayores y con experiencia. Y a mí mismo, yo me diría —aquí y ahora— que nos tenemos que dar tiempo. Nos tenemos que dar espacio y nos tenemos que dar una pausa para que haya serenidad, armonía, capacidad de convivencia, gusto por la vida y atención al grillo que está cantando, al pájaro que está cantando en la mañana y al viento que pasa”.
YO YA NO SOY JOVEN, pero he tenido la fortuna de que Castañón me dé consejos e incluso me regañe por no voltear a ver el cielo “al menos una vez al día”, de modo que sí me han “distraído” su voz y su experiencia. También he leído su poesía, que es otra forma de decir que en mi camino su voz me ha acompañado por largo tiempo, una voz que —de algún modo no extraño— reproduce en muchas de sus instancias el “gusto por la vida” y que, sobre todo, permite a sus lectores escuchar al pájaro y al grillo.
Acaba de aparecer el libro de Adolfo La campana en el tiempo, 1970-2020 (Universidad Autónoma de Sinaloa / Universidad Veracruzana / Benemérita Universidad de Puebla, 2023), volumen de 860 páginas que reúne cincuenta años de ejercicio poético, es decir, de ejercitarse en la vida y construirla, también, con las palabras, porque nada somos sin lenguaje y el lenguaje nos permite no sólo vislumbrar mundos nuevos, sino crearlos. El volumen tiene un subtítulo: Poesía, fábula y a veces prosa, que nos avisa de algunas de sus partes, aunque se trata de un libro de poesía. Podría ponerme lírica y decir que es un libro de poesía, porque todo lo es, pero prefiero señalar que si bien es común decir que la poesía refiere al mundo, yo soy de quienes piensan que la poesía lo inventa, incluso con sólo pronunciar una sílaba tan simple como sí. Y sí es lo que dice Adolfo Castañón a la vida en cada uno de los poemas que encontramos aquí, aunque hable del suicidio, aunque —ya con ironía o con rabia— relate puntualmente los espacios del mundo que hemos ido destruyendo o nos diga del amor y sus tristezas. (Acoto aquí que aunque Adolfo sea un hombre risueño, porque lo es, La campana en el tiempo tiene pasajes inmensamente tristes, lo que para mí es maravilloso, pues mi canonómetro mide las obras por número de lágrimas). Aun así —y eso es lo que provoca el choque milagroso de la poesía— lo que hace Castañón es decirnos que, pese a todo, el mundo está bien y están bien las cosas sencillas que ofrecen la felicidad: “Tener una casa limpia, cómoda, hermosa, / un jardín alfombrado de plantas aromáticas.” Esa casa “cómoda, hermosa”, es también la poesía, la literatura. Al leerlo podemos recorrer, junto con Castañón, las estancias literarias de su andar y con ello descubrir a sus padres tutelares, cuya lista es larga y no vale la pena reproducirla como si fuera un hallazgo, pues, aunque al poeta no le “importa que un crítico —podría ser yo mismo— venga a decirme que soy víctima de una influencia”, el propio autor se ha encargado de decirnos los nombres y las señas de sus bienqueridos. En “Consolación de la minoría”, nos dice con toda claridad que agradece al crítico que le señale sus influencias pues “yo voy en busca de mis influencias como el muerto va en busca de sus delitos. Pero el que influye, empuja, ¿y quién iría a buscar la fama pidiéndole a un muerto que lo empuje por la espada?”.
He tenido la fortuna de que Adolfo Castañón me dé consejos e incluso me regañe por no voltear a ver el cielo al menos una vez al día
PAZ, REYES, MONTEJO, sus amigos, sus contemporáneos, sus discípulos e incluso inopinados personajes, se reúnen aquí, por la invitación de Adolfo, a una especie de banquete, de coloquio o hasta de curiosa celebración litúrgica, donde las letras van dándose la mano para asir las palabras de una larga conversación, por medio de poemas, de prosas y también, ¿por qué no?, de traducciones. Todos los temas son aptos para charlar y ni siquiera la muerte puede hacer que el canto se detenga, su sola enunciación consigue exorcizarla. Dice Adolfo, traduciendo al holandés Jan Jacob Slauerhoff:
desde hace mucho mi vida
[terminó
¿cómo podría cantar un muerto?
Ya no vive en mí ninguna canción
Sobre las playas de los océanos
en las sombrías profundidades
[de los bosques
todavía escucho alzarse
[el gran estremecimiento
Uno no elige al azar lo que traduce: esas palabras que en otra lengua nos reclaman dicen tanto de nosotros como nuestro poema más amado. Así que es posible pensar, parafraseando a Adolfo, que la traducción sea la tercera mitad de su corazón, como lo muestra la amplia sección “Cuadernos del calígrafo (traducciones, transcripciones)”, donde hallamos la lista de sus querencias en otra lengua, inventario que va de Li Po a Gil Vicente y su “Lamento de María la Parda”.
Debo decir que me asombró toparme con la primera campanada que nos llama a misa en este libro, un anuncio singular:
—Perdone, ¿por dónde se llega al cementerio?
—Siga caminando derecho: no hay forma de perderse.
—¿Y si dejo de caminar?
—Quiere decir que ya llegó.
Por un momento me asusté. ¿Qué era eso de hablar del cementerio cuando apenas estamos comenzando? Luego me di cuenta de que era otro de los múltiples guiños de Adolfo Castañón —que siempre habla en parábolas— para decirme a mí que seguía andando. ¿A mí? El libro, ¿me habla a mí? La condición extraordinaria de la poesía es que nos habla a nosotros y somos nosotros —los lectores— a quienes alude el cuerpo del poema siempre. De modo que sí, me habla a mí, y a ti, a cualquiera que abra sus páginas.
El libro —sin contar las cartas o poemas de los amigos que incluye (de Eliseo Diego, Rafael Cadenas o Sergio Mondragón)— o los comentarios a su obra (de David Noria o Arturo Echavarría, por ejemplo) se divide en dos sencillas partes: poesía y (a veces, diría Adolfo) prosa, pero todo es poesía en esta Campana pues de ella se desprende una visión que sólo puede ser expresada, concebida e imagina-da por un poeta.
COMO ES LA OBRA de una vida, es difícil abarcarlo todo en este comentario y sólo hablaré en breves líneas de poemas o rasgos por los que siento debilidad. Comienzo por El reyezuelo (1978), un notable poema en prosa en el que Castañón construye —a la manera de los clásicos, pero también conforme a las enseñanzas de un La Rochefoucauld o Chamfort— una crítica mordaz de los habitantes de la polis: sus poetas mendigos y la fauna obsequiosa y promiscua que medra en esa corte de obvias referencias nacionales. Aunque haya sido escrito hace 45 años, en él podemos encontrar nuestro presente:
César es un padre para el pueblo. Gobierna el Imperio como quien administra su casa. Para él, no hay mejor fámulo que un familiar. Como en los magistrados ve criados, para César los mejores siervos del Estado son sus consanguíneos. César tiene una parentela caprichosa. Todos lo sa-
ben, todos la temen.
Pero el título de esta obra no alude únicamente al estatuto de un personaje y su corte. Ave de insistente reclamo, la más pequeña de Europa, el reyezuelo es también una especie de gorrión (Regulus regulus) que aquí recorre la polis denodadamente y nos anuncia un doble cometido del poeta: el paseo por la urbe —la real y la letrada— y la insistencia de un reclamo de “civilidad crítica”. A partir de este libro, Castañón nos acostumbrará a leer en él los signos significantes, incluso en sus silencios, para entender finalmente un propósito anunciado más tarde en su “Plegaria del jardinero”: “Que otros funden: yo prefiero restaurar / Ahí estaré cuando otros engendren / Cuidando lo engendrado / La muerte será de otro modo generosa”.
El libro, ¿me habla a mí? La condición extraordinaria de la poesía es que nos habla a nosotros y somos a quienes alude el cuerpo del poema
Hay muchos Adolfos en esta campana que tañe en el revés del tiempo.
El poeta civil, el que vive asediado por la ciudad y aun así, amándola; el
amante rendido, el observador, el jardinero fiel. Y está también el poeta que retoma al Paz que miraba la ciudad destruida, y es nuestro autor un nuevo, renovado crítico del despojo y la miseria, el que nos dice todo el tiempo que “la ciudad respira muchedumbre. / Tararea basura”. La ciudad es el centro de ése que yo considero uno de los más importantes poemas extensos del siglo XX mexicano: Recuerdos de Coyoacán (1997). “Era otro y soy el mismo. / Yo no sé si fui feliz”, dicen sus dos primeros versos y más allá del motivo evidente que alienta la escritura —el histórico 68—, o las deudas literarias explícitas en el poema (Paz, Reyes, entre otros), Castañón compendia las coordenadas de una poesía atenta a las relaciones del poeta con la ciudad y con los otros pero, sobre todo, ilustra el cambio de perspectiva de los poetas frente a la historia: “Hablábamos del instante / y nuestro presente ya era el pasado: una ilusión”. Su viaje en el tiempo nos enfrenta con el destino de la expresión —primero rebelde, luego coloquial— con la que su generación se inició en la poesía, hasta el lenguaje cuya intención es demarcar el territorio íntimo donde el poeta elabora de nuevo las preguntas fundamentales: tránsito a través del cual nos revela que el andar del paseante puede concebirse como un tránsito purgatorio.
Entre aquellos dos primeros versos —“Era otro y soy el mismo. / Yo no sé si fui feliz”— y los que cierran Recuerdos de Coyoacán: “Soy el que quién sabe. / Soy el que todavía no”, existe una voz dubitativa, expresión de la conciencia frente a la historia. “Sólo fechas fatídicas, pues que nunca tuvimos holocausto”, nos dice Castañón, y el “yo” que enumera e interroga a estas fechas transita el Purgatorio del que “no sabía ser”, del que no encuentra su lugar y en cada recorrido reclama por los huesos de la historia, preguntándose:
“¿Qué quieres? ¿Quieres?”. “Nadie alcanza lo que busca”, se responde el poeta. “Soy el que todavía no”. Y en esa carencia el poema consigue revelarnos una de las claves para entender a una generación que, escéptica de la historia, recuenta la realidad e insistentemente busca su sentido.
Adolfo lo persigue en México, Bogotá, París, Caracas… Su “Siesta del viajero frecuente” nos muestra al poeta que recorre el mundo en esa desesperada búsqueda de sentido. Su tránsito no está exento de la crítica propia del moralista, pero hay algo en él que deja de ser sentencia para convertirse en reclamo a la violencia de la miseria, a la violencia, peor, de la burocracia:
El pordiosero abre su mano
en París o en Bogotá.
Te mira a los ojos
o deja caer el rostro entre
[los hombros
en el puente de Santa María
[de Buenos Aires.
Un cadáver en Perpiñán o un santo
[en el Paseo de Gracia
estira el brazo para darnos
otra oportunidad en Caracas.
El mundo es hermoso
como una cascada iluminada,
la basura nos sigue como
[una sombra.
¿Y tú qué?
Aquí no se permite fumar.
Al fondo a la derecha,
bajando las escaleras,
al llegar al pasillo
llena usted la forma
que dice destino con su nombre
[completo,
y luego la entrega en la ventanilla
[del avión.
DEBO, POR ÚLTIMO, ADMITIR, que los textos en prosa que escribe Castañón son de mis favoritos en su obra. Tal vez me emociona la intuida sensación de que el poeta que escribe esas prosas punzantes sabe que vocación y providencia se unen a veces en una extraña trenza de ilusión e ironía. Lo inapelable es que Adolfo advierte, admite y también abraza la inexorable presencia del destino. En su cumplimiento, este libro tañe en el paisaje de la poesía mexicana, llamándonos.
La entrevista que mencioné al inicio de estos apuntes fue titulada, con justicia, “He sido fiel a la poesía”. En ella, Adolfo nos habla de la poesía como una vía para la contemplación y el autoconocimiento, asunto que en este libro se va manifestando paso a paso. También, nos dice, es una puerta al silencio. ¿Cómo es posible que hable del silencio en 860 páginas? Estos folios son, si hemos de creerle, el parte de una batalla por conquistarlo. Una batalla que también nos implica. En la charla con Arras, Castañón confesó que pasea diariamente alrededor de una fuente a la que pone agua para que los pájaros se acerquen a beber. Piensa también que “la labor del poeta es poner agua en la fuente para que los lectores calmen su sed”. Estamos, entonces, invitados, implicados, pues la poesía es líquido vital y tal vez su escritura sea una de las pocas formas de hacer el mundo habitable.