Yolanda y Tongolele (1932-2025)

El escritor y periodista Marco Levario Turcott hace un tributo a la exótica bailarina de origen estadunidense que llegó a México para triunfar con sus espectáculos de danza en los cabarets y otros lugares emblemáticos de la vida nocturna mexicana de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, y que también fue una figura reconocida en el cine de aquellos tiempos. Este texto forma parte del libro Diccionario sobre las mujeres del tablado en México 1885-1985, de próxima aparición

Tongolele Foto: Especial

Estoy sumido en diez alterones de papel de unos 25 centímetros de altura cada uno. Predominan en el ambiente tonalidades sepia y huele a humedad. La luz de la computadora opaca al foco opalescente. De lado izquierdo, entrepaños anticuados soportan libros de literatura universal. Del lado derecho cuelgan reproducciones de Rubens y Tiziano. Atrás, el siseo de la aguja del disco acompaña a Toña la Negra. Además, como si fuera un amuleto del escritor resalta la mirada perdida de Sylvia Kristel: los labios entreabiertos, el rostro mirando al suelo; el pelo corto y su vista entrecerrada. Sus perfectas nalgas realzadas por las bombachas que, al borde de tales sinuosidades, cubren muslos y corvas.

Un poco de calor

En nuestras vidas

Y un poquito de amor

En nuestra aurora.

Ahí está la pantalla en blanco, tan impasible a mi albedrío igual que el mazo de hojas de papel. Yolanda Montes Tongolele, el motivo de este preámbulo, ha inspirado ensayos, novelas, películas y quién sabe cuántas ensoñaciones más. Entonces no hallo algo original qué decir, incluso no sé si desvarío cuando la asocio con Wildcat, la heroína de DC llamada Yolanda Montes, al verla en traje de latex negro y máscara de gato montés.

Podría acatar el requisito de los diccionarios, transcribir el nombre de pila de esta bailarina y actriz americano-estadunidense: Yolanda Yvonne Montes Farrington, y anotar fecha y lugar de nacimiento: 3 de enero de 1932 en Spokane, Washington. Listo. Podría agregar que es la bailadora más destacada de la segunda mitad de los años 40 y principios de los 50 del siglo XX en México. Sin embargo, quiero ir más allá, quiero entender la ventisca del “tongolelismo” dentro de la tromba que convirtió el rancho grande nacional en horizonte de urbanismo y modernidad.

He visto docenas de fotografías, entrevistas y videos. Coincido con ella, su destino era triunfar. Primero por imponer su distancia ante nosotros como emisaria de lejanas tierras. Ese halo misterioso procedente de África y Tahití alojan su donaire salvaje. El mechón blanco de su cabellera asemeja a la veta que hay en la oscuridad africana y su mirada al mar Índico. Por ello Tongolele no se desplazó en el escenario ni siguió los sonidos tahitianos. No. Ella fue el escenario, los cielos del continente negro y la extravagante polinesia. Lo demás fue adorno.

LA MIRO OTRA VEZ. Está desprendida de sí. Sus pies frotan el piso, las manos instruyen al cuerpo como el mago hace abracadabra y la cadera quiebra el espacio. La ilusionista ha vuelto a lograr el sortilegio de la concupiscencia y lo corona sonriendo al horizonte. Estática, va desvaneciéndose entre vítores y humo de tabaco. De pronto me asalta un sentimiento escalofriante: no soy parte del halago, sólo la estoy describiendo. Sigo sin discernir las razones de su trascendencia. Quizá porque estoy encarcelado en la estética de otros valores, tan cerca de la descarnada desnudez, tan lejos del cortejo incumplido, tan cerca del presto aquelarre; tan lejos de flores y plumajes exóticos, tan cerca del bordado de encaje, tan lejos de Tongolele, tan cerca de Emmanuel (a quien en este instante veo de soslayo). Casi nada me dice el cruce de razas y sangre de la enigmática criatura. Literalmente la observo en blanco y negro: sus tonalidades grises no tienen brasas para mí.

La miro otra vez. Está desprendida de sí. Sus pies frotan el piso, las manos instruyen al cuerpo y la cadera quiebra el espacio. La ilusionista ha vuelto a lograr el sortilegio de la concupiscencia

Debo replantear los términos, si quiero seguir. Esto no trata de Yolanda Yvonne, sus hijos Rubén y Ricardo o el deceso de su esposo y compañero Joaquín. No es sobre sus 93 años de vida —en lo que muchos creyeron que le había ganado al tiempo. No trata ni de sus recuerdos recientes —desde hace 14 años el Alzheimer la atrapó en las telarañas de la memoria—, ni del periplo del arribo a México, la falta de pasaporte, su deportación y ulterior regreso. Sus padres divorciados o el padrastro severo frente a su espíritu intrépido. No es sobre los desplantes del “Cara e foca” Pérez Prado para opacarla alentando líneas ágatas tremendistas. Sobra detallar el asedio de hidalgos de diferente estrato social y su respuesta sobria y respetuosa consigo misma. No es sobre su roce con artistas de altísimo nivel. Ni su afición a la pintura. No trata de esos recuerdos y aptitudes.

Entre Yolanda y Tongolele hay un abismo. Eso está claro. El poeta Max Aub dijo que era muy poca cosa pero que en su pequeñezera excelente: “Tiene clase, personalidad y baila muy bien —si lo que hace en escena se le puede llamar bailar. Baila un baile tan antiguo como el hombre: el que remeda la rotación de la tierra, el baile de la semilla, el baile del vientre, el baile de la gravitación eterna”. Dicho de otra manera, a Yolanda la transforma el tongoneo. Una especie de fuerza espiritual, erótica, proveniente de nuestros ascendientes.

Entonces, esto trata de Tongolele, La berrendita y esto me gusta: nació en el Club Verde, un congal oscuro, repleto de mesalinas, muebles asperjados de sudor y olores a tabaco y alcohol. Me gusta también su amistad con Toña la Negra. Sobre todo la euforia que el ciclón polineso provocó en la sociedad, las masas volcadas en los pórticos teatrales además de intelectuales, escritores y artistas que la prodigaron. Carlos Fuentes, Luis Spotay José Luis Cuevas. Diego Rivera la quiso inmortalizar. Pero tuvo mejor destino Arturo García Hernández al escribir: “No han matado a Tongolele” al replicar, además, el emblemático filme de 1948.

Ese es el contexto: las rutinas improvisadas pero con estilo que suscitaron anhelos impíos y el ombligo a la vista cimbraron al país. Las notas de los diarios refieren matrimonios agitados y rotos, polémicas a punto de golpizas y santiguamientos, también amagos de excomunión contra quienes vieran su rito. Las amenazas, por cierto, fueron proferidas por muchos que, tras bambalinas, le pidieron dinero para reunir fondos de caridad. Fijados así los términos, sí caben remembranzas, sobre todo las que dan cuenta de su relieve mediático.

EL PAÍS ENTERO SUPO de esa mala tarde del matador Procuna. Tan pinche que, con todo y su mechoncito blanco, en la Plaza de Toros, el espada quiso justificarse: “Ah qué mi Tongolele” frente a la artista que estaba en el rodeo. Cómo no traer a cuento la defensa que hiciera de ella el ya mencionado Luis Spota, entonces jefe de oficina de espectáculos del Distrito Federal, al señalar que sus presentaciones no eran procaces. Y por supuesto importa la palabra “exótica” por su intención denotativa y porque, al ser un retrato exacto del tiempo, se integró a nuestro idioma, en el entendido de que el lenguaje de Tongolele fue el baile. Mejor dicho: sobre la base de que en cada acto era poseída por la música. Las gradas se colmaron hasta cuatro veces al día para acreditar ese exorcismo maldecido por la Iglesia católica y la liga de la decencia.

Tongolele es un mito porque amplios sectores de la sociedad cifraron en ella creencias y expectativas, porque representó nuevos roles femeninos

Nado en fichas hemerográficas —por ejemplo, la deliciosa entrevista que le hizo Margo Su, publicada en la revista Diva—, camino en otros andurriales donde Tongo llegó al iniciar la trayectoria y me detengo en el Tívoli, el lugar de su debut en otras ligas. Era otro país. El fulgor de San Juan de Letrán donde abundan muñecas “para soñar con Tongolele”, el inverosímil recuento de un millón de veces que se habría sido dicho o escrito su nombre en una semana. Su arrojo para aceptar la invitación de Miguelito Valdés, para bailar en San Francisco, California. Escribí Miguelito Valdés, por favor pónganse de pie ante el máximo exponente de la Guaracha y el Son cubano:

Yo quiero pedir

Que mi negra me quiera

Que tenga dinero

Y que no se muera

Ay yo le quiero pedir, a Babalu

Una negra frentona como tú

Que no tenga otro negro

Pa‘ que no se muera.

Qué decir de las giras de Tongolele por Europay las tribulaciones en la Habana donde la sorprendió la Revolución. Anoto: en España debió vestirse. Subrayo el intento fracasado de los empresarios por hacerle competencia con Kalantán, dispuesta a ganar así fuera apareciendo como Dios la trajo al mundo nada más que con 27 años de edad, y Su Muy Key, la ensoñación china de piel blanquísima y danza exquisita. Y vuelvo a oír el sonido de los tambores, me refresco en su falda drapeada llena de flores. Es “La bailarina seria que sonríe con las caderas”, dijo la revista Somos uno. Me detengo también en unos monos de Abel Quezada que representaron los intentos censores contra Tongolele. “Antes muerta que tapada”, le hace decir en un dibujo a la artista, “mi público no me reconocería con algo encima”.

Pasé de largo la hipótesis sobre el origen del nombre artístico que encendió pasiones y mejor entre pareos subrayé que Tongolele trajo el biquini a México (aunque nunca actuó sólo con éste) y que fue la primera a quien se le llamó “Exótica”. No es cosa menor, la prenda fue rechazada por amplias franjas de la población o, en el menor de los casos, vista con recelo igual que la minifalda. Dejé de lado la tarjeta donde transcribo la apología que Pérez Prado le compuso, primero, ya lo dije, porque a La berrendita le hizo la vida imposible debido a que opacó su popularidad y, segundo, porque sus creaciones formaron un mercado de dudosa calidad, tanto, que hasta un mambo hubo dedicado a Rossy Mendoza. En todo caso voceo: Han matado a Tongolele, el bodrio que devino en referencia de culto entre la añoranza de los tiempos idos y el gusto por lo kitsch, donde Santo contra las momias de Guanajuato o Santo contra las mujeres vampiro pueden considerarse obra maestras.

Los expertos han detallado en las casi treinta cintas donde ella fue integrante de reparto para amenizar la trama o ambientar los recónditos lugares donde sonríe y goza la doble moral. También han aludido al homenaje que le hizo Emilio El Indio Fernández en alguna de sus películas. Aquí nada más resguardo el célebre baile con Tin Tan en El rey del barrio donde estirándose rueda por el suelo. Lo mismo sucede con el canto. Sí, Tongo cantó pero su voz aterciopelada no hizo cabriolas maravillosas por lo que sus discos, grabados a mediados de los años 60, habitan en el clóset de los abuelos o en apostaderos de pepenadores de recuerdos.

Mojigateria ı Foto: Especial

TONGOLELE ES UN MITO porque amplios sectores de la sociedad cifraron en ella creencias y expectativas, porque representó nuevos roles femeninos y reflejó la transición del rancho grande a la metrópoli. No fue pionera en esos pases, ahí está ese portento llamada Bongala, por ejemplo, la primera mujer negra en bailar en el cine mexicano. Pero Tongolele estuvo enesa transición cultural y ahora es parte de la alegoría del pasado: desprendida de nosotros, señorial, paradójicamente indiferente al veredicto ajeno. “Yo prefiero que cada persona defina a Tongolele”, le dijo a Margo.

VUELVO A OJEAR LAS PILAS DE PAPEL y la atmósfera hambrienta de mi estudio. Ahora entiendo. Tongolele no es recuerdo sino registro de un cisma fundacional en México. Así permanecerá atrapada para siempre. Adulada, temida y odiada. Símbolo del pecado. Blasón del Teatro Blanquita, circuitos de postín y otra vez en figones como el King Kong en la Ciudad de México. Es ella, exquisita y elegante, aclamada en Argentina, Ecuador y Panamá, Francia y Alemania, entre otros sitios que también atravesaban su propia metamorfosis de valores. Es Tongo, pieza escondida en el clóset de la hipocresía y, por eso, ignorada en la televisión que, entre el negocio y la sumisión al gobierno, se ciñó a la familia tradicional casi con el rosario en la mano. Ella y su carisma, sobria y prudente. Con su particular agudeza, Carlos Monsiváis dijo bien que el secreto de la barahúnda fue la dosificación del frenesí.

Tongolele ı Foto: Especial

Ahora por fin comprendo la luminosidad de la pantalla de la computadora. Es el mechón de canas que me ha acompañado estas horas, como símbolo del contexto en que México la necesitó y por eso trascendió. Ahora Yolanda anda en las telarañas del olvido pero Tongolele brilla con la permanencia de una obra de Tiziano.