La Santa Muerte una devoción que resiste

En esta crónica que presenta El Cultural a sus lectores, Gabriela Gutiérrez retrata la intensidad de una devoción por la violencia que conlleva el culto a la Santa Muerte en Tepito. La autora hace un recorrido por las calles del barrio bravo cuando los fieles se congregan para honrar a la Niña Blanca. En una narración que intenta equilibrar asombro y reflexión descubre en esta fe un espacio religioso y concluye que los devotos de la Santa Muerte encuentran en su veneración una forma de hacerse visibles.

La Santa Muerte una devoción que resiste
La Santa Muerte una devoción que resiste Foto: Gabriela Gutiérrez González

Tepito, barrio bravo, dice el sticker pegado en el poste en el que me recargo mientras espero al resto de los fotógrafos con quienes caminaré por la calle de Alfarería para conocer a los fieles creyentes de la Santa Muerte. Como cada primero de mes, visitan el oratorio instalado en la casa de doña Queta, personaje fundamental en ese culto. Estoy ansiosa. Se sabe que Tepito es un sitio con reglas propias y siento un miedo infantil ante todo lo que rodea a un mundo espiritual que no comprendo.

“A la vecina Isabel se le prendió el vestido por andar en esas cosas”, escuché alguna vez de niña en esas pláticas de adultos que uno no debería oír. No sólo porque no se entienden, sino porque a veces ni siquiera son ciertas. La verdad es que la vecina sí era devota de la Santa Muerte, pero su vestido no ardió por eso, sino porque era demasiado largo y una veladora alcanzó el borde inferior. Eso lo deduje después, cuando el criterio me dio las herramientas para hacerlo. Antes de eso, evitaba a toda costa encontrarme con Isabel.

Poco a poco llegan mis colegas. Algunos llevan años asistiendo con regularidad para cubrir el ritual. “Ya se la saben”, decimos los neófitos que llegamos por primera vez. “Curiosidad antropológica”, dice uno de ellos. Esta vez la intención no es sólo documentar lo que sucede, sino retratar a las personas, con todo lo que eso implica.

ENTRAMOS. EL RECORRIDO ES BREVE: dos cuadras, unos 50 metros. Sobre las banquetas se extienden altares personales de imágenes de la representación europea de la Muerte —manto y guadaña—, mexicanizadas con mantos coloridos y vestidos fastuosos, rodeadas de dulces, cigarros, cervezas, mezcales y tequila. Sus creadores conversan, ríen, saludan y dan la bienvenida a quienes avanzan hacia la casa de doña Queta, quien en 2001 colocó una imagen en tamaño real de La Niña Blanca, como le dicen algunos, para que la visitaran devotos de todas partes del mundo. Los altares, no son sólo expresiones de fe, también representan una forma de apropiación del espacio público por parte de una población históricamente marginada, discriminada e invisibilizada que encuentra en este culto una manera de hacerse presente.

Lo primero que me ayuda a calmarme es que, contrario a lo que esperaba, no me sientoen un lugar peligroso. Entre la multitud se intercambian dulces, cigarros y mezcales. Al son de un respetuoso “¿Me permites?”, se bendicen unos a otros, esparciendo aromáticos menjunjes. A los fotógrafos nos permiten circular y hacer nuestro trabajo.

“A todos nos debe estar permitido creer en algo”, pienso mientras observo a los fieles avanzar de rodillas en dirección al altar. Llevan en sus manos imágenes de La Santa. El pavimento arde. Las rodillas desnudas, enrojecidas y laceradas no son razón suficiente para detenerse. “Abran paso a la manda”, gritan los responsables de permitir a los devotos cumplir con su promesa.

Pido permiso, me agacho y tomo un par de fotografías de un hombre a punto de concluir su recorrido. Me levanto, las observo en la pantalla y me pregunto: ¿qué hace distinta esta fe de las otras? Nuestras devociones exponen nuestras fragilidades, pienso. Me acerco a una mujer trans que, sin que se lo pida, posa para la cámara. Extiende su mano para mostrar sus enormes uñas rojas y la pequeña figura blanca que sostiene en la palma. Inclina el cuerpo hacia adelante y me sonríe cuando termino de hacer la foto. “¿Dónde la vas a publicar?”, pregunta. “No lo sé”, respondo, “pero si quieres, te la mando”. “Sí”, dice, y estrechamos las manos. Mientras anoto su número, dice: “Me llamo Lita. ¿Y tú?” “Lila”, contesto. “¿Es tu primera vez aquí?” “Sí, la primera”. “¿Desde cuándo eres creyente?”, le pregunto. “De toda la vida”, responde, y sigue su camino.

Aunque también hay altares con elementos de la religión yoruba e incluso de satanismo, la mayoría de las personas se persignan frente a las imágenes

VOY Y VENGO. SUENAN EL MARIACHI y las porras. Una mezcla de olor a tabaco, marihuana e incienso lo inunda todo. No diría que el ambiente es festivo, hay una solemnidad sui géneris. Cuidando no romper con ella, sigo pidiendo permiso para tomar fotos. Pregunto sobre las razones de su fe. “Como si hicieran falta”, responde alguien, y me siento avergonzada por lo absurdo de mi pregunta. “Porque ella es justa”, dicen otros.

Noto el sincretismo del culto con las prácticas de la iglesia católica. Aunque también hay altares con elementos de la religión yoruba e incluso de satanismo, la mayoría de las personas se persignan frente a las imágenes y recitan oraciones similares a las que aprendí en mi infancia. Una señora me cuenta que suelen rezar el rosario. “No es nada malo”, me dice, “principalmente le pedimos protección, salud y dinerito”.

Al finalizar el recorrido, me alejo para tomar una foto panorámica del espacio ocupado por decenas de personas que están aquí reunidas en un ritual de identificación, compartiendo la fe y la vulnerabilidad de la vida. Pienso en lo que significa que este ritual exista no sólo como un refugio espiritual, sino como una apropiación identitaria y una práctica comunitaria en un barrio que durante mucho tiempo ha sido señalado únicamente por la violencia que padece.

Salgo más tranquila de lo que llegué, mi pensamiento principal gira en torno al prejuicio hacia lo diferente. Tanto el barrio como la Santa Muerte son regularmente temidos; sin embargo, encontré más devoción que peligro, más solidaridad que amenaza. Quizás el miedo no está en ellos, sino en lo que imaginamos sobre ellos.

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