La primera noticia que tuve del escritor Rubem Fonseca pasó como una ráfaga de letras a principios de los años ochenta. Yo formaba parte de la mesa deredacción de la revista Nexos y seguía los pasos de Luis Miguel Aguilar y Hermann Bellinghausen. Entre los materiales para la revista estaba en la sala de espera el cuento de un escritor brasileño traducido por Eric Nepomuceno. No recuerdo el título y ahora no iré al motor de búsqueda de Nexos. Recuerdo en cambio al autor, Rubem Fonseca, y el contenido magnético de su trama. Más tarde, Bellinghausen tradujo otra pieza narrativa de Fonseca. El nombre quedó fijo en mi cabeza.
En la mesa de redacción siguió el trabajo, la corrección. En ese tiempo, los editores corregíamos galeras y páginas formadas. Los tres nos hicimos amigos. La vida se encarga de separar amistades. Bellinghausen tomó su camino y Aguilar y yo nos unimos en una cercanía amistosa a prueba de vanidades y envidias.
Un día de trabajo y tedio, suelen ser sinónimos, Héctor Aguilar Camín nos regaló en la oficina un libro de Fonseca que traía consigo de un viaje a Brasil: Pasado negro, publicado por Seix Barral. Lo leí en una noche, de verdad, una noche de desvelo, y pensé que había descubierto lo que muchos otros habían puesto a la luz: un gran escritor.

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En esos años, Luis Miguel Aguilar y yo nos integramos a una mesa de tragos a la que asistían Bernardo Ruiz, Luis Chumacero, Lisa Primus, Silvia Molina, tal vez omito el nombre de algún amigo. En una de esas tardes incróspidas, Bernardo Ruiz nos dijo que la UAM y no sé quién más habían invitado a Rubem Fonseca a México.
Dos días después, esa pequeña banda a la que se añadió Héctor, que ya conocía a Fonseca, conversaba con el escritor brasileño. Hablaba un portuñol perfecto, cargaba con 67 años y una obra literaria poderosa en el cuento y la novela. Se sabía que Fonseca no daba entrevistas: “todo lo que quiero decir está en mis libros”. Me inquieta pensar que Fonseca tenía entonces la edad que tengo hoy, yo lo veía como a un hombre mayor. Viene Perogrullo y me dice: él era mayor, y tú también. Nos despedimos y, no sé si miento, la memoria siempre miente, pactamos una cena al día siguiente. El grupo se hizo de menos integrantes y cenamos precisamente en el Bellinghausen, cuyo nieto se había agregado al grupo. Pedimos una entrada de gusanos de maguey y Fonseca bromeó mientras comía:
—Deliciosos, pero serían mejores si fueran gusanos de vaca muerta.
A las once de la noche cierra sus puertas el Bellinghausen. Rubem Fonseca preguntó si tomábamos algo más. Por cierto, Fonseca era un hombre de estatura media, delgado, nervioso, enérgico, dueño de una inteligencia bárbara y un humor que destruía las catedrales de la solemnidad, su mirada atravesaba muros y una sencilla amabilidad rajaba petulancias.
Alguien en la mesa, y juro que no fui yo, dijo:
—Al Clóset.
El table dance se había adueñado de la noche mexicana.
—Vamos.
Rubem Fonseca ya le había llamado entonces a Lisa Primus “La Condesa”, pues había pescado en el aire que estábamos en la Condesa y que esa colonia era nuestra guarida en una ciudad inabarcable, de laberintos y pequeñas ciudades una adentro de otra.


Fonseca miró a la oscuridad y se animó. Estacionamos el coche en la calle de Saltillo y entramos al Clóset, el templo del table dance de esa época en la cual los bares y las cantinas poblaban las calles donde crecí entre tlapalerías y panificadoras. Mujeres topless iban y venían entre las mesas. Comparada con la noche de las ficheras del centro de la ciudad, aquello era el paraíso. Por un boleto, la mujer de preferencia, cada quien sus gustos, se sentaba en las piernas de usted durante una canción. Sí, se podía tocar y tocar, la noche mexicana había cambiado. Fonseca tomaba notas en su li-breta y yo le dije la broma que he repetido mil veces y que mi amigo Roberto Diego Ortega me celebraba como si la hubiera escuchado por primera vez:
—Rubem: caricias de seda.
Fonseca me señaló con el índice y tomó nota en su libreta.
Un año después en el libro de cuentos Un agujero en la pared apareció un cuento: “La carne y los huesos”. En el relato deambulaba una mujer llamada La Condesa y una frase dentro de la trama: caricias de seda.
La música apenas nos dejaba oír lo que decíamos. Me acerqué al oído de Rubem y le dije:
—Tiene razón tu personaje: “viajar es conocer idiotas que hablan otras lenguas”.
Me refería a una de las máximas que repite uno de sus personajes en un cuento cuyo título he perdido en algún cajón desordenado de mi cabeza.
Desde entonces, y durante 25 años, me dediqué a perseguir cada libro que Fonseca publicaba y yo lo contrataba para la editorial Cal y arena a través de la Agencia Carmen Balcells. Firmábamos los derechos Karina Pons y yo, año tras año y libro tras libro, hasta sumar veintiuno, puestos en español y en el mercado editorial mexicano.
Fonseca se convirtió en un escritor de culto en México, le otorgaron el Juan Rulfo de la FIL de Guadalajara e hizo un grupo de amigos lectores que lo leían con esa admiración que a veces el público le otorga a un escritor. Leí completa toda la obra a través de sus traductores: Hermann Bellinghausen, Benjamin Rocha, Regina Crespo en colaboración con Rodolfo Mata, y Delia Juárez G. Los revisores y correctores de cada uno de los veintiún libros que publicamos fuimos Delia, Luis Miguel y yo. Una cosa es cierta, ahora, después de esa lectura, sabemos un poco más deesa cosa que llaman vida.
En la alta vejez y aún activo, Fonseca y sus hijos quisieron ordenar sus contratos y desplazaron los derechos a Planeta. Tusquets ha publicado en tres tomos los Cuentos Completos.
Durante 25 años, me dediqué a perseguir cada libro que Fonseca publicaba y yo lo contrataba para la editorial Cal y arena a través de la Agencia Carmen Balcells. Firmábamos los derechos Karina Pons y yo, año tras año y libro tras libro.
A lo largo de los años escribí en diversas ocasiones de Fonseca. Ofrezco ahora, en el centenario de su nacimiento, algunos fragmentos:
Rubem Fonseca publicó su primer libro de cuentos en el año de 1963, Los prisioneros; su más reciente aventura narrativa, Amalgama, apareció en el 2013. El escritor brasileño cumple cincuenta años de escribir sin pausa, con el ritmo de un profesional impávido y el vigor inaudito de la juventud. La puerta por la que entré de lleno a esta obra mayor de las letras iberoamericanas se llamaba en español Pasado negro (Bufo & Spallanzani en el original portugués y en la traducción de Cal y arena). Ocurrió en el año de 1986. Desde el umbral de ese libro podían sentirse los poderes narrativos de un escritor magnético que dominaba las artes mayores de la trama novelística y caracterizaba a sus personajes con la marca indeleble de la credibilidad. Gustavo Flávio carga en su complicada vida con un pasado negro. Después de ocultarse en la casa de una adolescente durante diez años, descubre el amory se convierte en un novelista famoso y en un hombre gobernado por la tiranía del sexo. Un día, la millonaria Delfina Delamare aparece muerta en su automóvil. En la guantera del coche de la mujer asesinada aparece un libro de Gustavo Flávio con una dedicatoria. En el arranque de esta novela de entramado milimétrico hay una escena memorable: Gustavo Flávio (en alusión a Gustave Flaubert) ha tenido un sueño inquietante: en la escena onírica se le aparece Tolstói vestido de negro, con sus largas barbas descuidadas, diciendo en ruso:
Durante 25 años, me dediqué a perseguir cada libro que Fonseca publicaba y yo lo contrataba para la editorial Cal y arena a través de la Agencia Carmen Balcells. Firmábamos los derechos Karina Pons y yo, año tras año y libro tras libro.
“Para escribir Guerra y paz hice este gesto doscientas mil veces”, entonces tiende la mano descarnada y blanca como la cera de una vela y hace el movimiento de mojar una pluma en un tintero. “Ante mí”, escribe Flávio, “hay un tintero de metal brillante, una pluma grande, probablemente de ganso y una resma de hojas de papel. ‘Anda’ —dice Tolstói— ‘ahora te toca a ti’. Me atraviesa una sensación. Desgarradora, la certeza de que no conseguiré extender la mano centenares de miles de veces para mojar aquella pluma en un tintero y llenar páginas vacías de letras, de palabras y frases y párrafos”.
Como en el extraño sueño de Flávio, nadie ha calculado aún la cantidad de golpes que Fonseca ha dado en los teclados de las viejas máquinas de escribir y las computadoras en las que compuso sus libros. Una cantidad estrafalaria. En cambio, se puede calcular el alcance de su obra en el horizonte de las letras latinoamericanas donde Fonseca ocupa desde hace años un lugar central. Ignoro en cuántos golpes o modernos caracteres incurrió Fonseca cuando terminó Bufo & Spallanzani, pero se sabe que venía de una novela refinada, conmovedora y de gran dificultad técnica, El gran arte, publicada en 1983. Quien se haya acercado a la complejidad de este thriller sobrecogedor resuelto en dos tiempos históricos sabrá entonces que hay tres temas en Fonseca: el sexo, la muerte y la literatura como segunda piel de la existencia de sus personajes. Una frase de Arquíloco que no olvido, emblema de la novela: “Quiero a los que me quieren; hiero profundamente a los que me hieren”. En una nouvelle publicada años después, en 1997, Del fondo del mundo prostituto sólo amores guardé para mi puro, reaparece Gustavo Flávio avanzando rumbo al abismo. En algún momento de la historia ese escritor tocado por todos los dones y las maldiciones del destino apunta:
Tal vez sea ésta la mayor de todas las motivaciones para que alguien se vuelva escritor, para que el artista cree: el conocimiento que el ser humano tiene de su propia finitud, la certeza de que va a morir […]. En cuanto a mí, ¿qué fue lo que me llevó a convertirme en escritor? Creo que la respuesta es sólo una: me gustaba tanto leer que pasé a escribir. Me acuerdo que, todavía muy joven, ciertas lecturas me daban un incontenible deseo de escribir —recuerdo, en particular, Un coeur simple, de Flaubert. El destino normal del lector fanático es volverse escritor.
Las novelas de Fonseca son creaciones mayores, operaciones sinfónicas sostenidas no sólo en su asunto central sino también en subtramas extraordinarias, estudios rigurosos de temas que han pasado con gran naturalidad a su prosa. El veneno cataléptico de una clase poco común de sapo en Bufo & Spallanzani; los cuchillos, sus diversas clasificaciones y la mejor forma de usarlos en El gran arte; el arte de fumar puro, el origen de las marcas, la pertinencia de los tamaños, la construcción perfecta y el tiro sublime en Del fondo del mundo prostituto sólo amores guardé para mi puro. A la caudalosa fluidez de su prosa, al manejo insuperable de los diálogos, a la densidad verosímil de sus personajes, Fonseca añade el conocimiento detallado y el refinamiento de una vastísima cultura literaria. La obra de Fonseca es de una gran naturalidad. Lo natural parece fácil, como puesto ahí por el soplo del azar. Pero la naturalidad es un don mayor y dificilísimo en literatura. No comparto la visión crítica de quienes ven en la obra novelística de Fonseca solamente el entramado del género policiaco. En efecto, emplea del mejor modo una de las esencias de esa literatura, el suspenso; en sus tramas hay asesinatos, policías y laberintos criminales, pero sus fines no se proponen descubrir al asesino, su hazaña literaria es la revelación de las oscuridades de la condición humana.
En sus tramas hay asesinatos, policías y laberintos criminales, pero sus fines no se proponen descubrir al asesino, su hazaña literaria es la revelación de las oscuridades de la condición humana.
Desde sus primeros cuentos, Fonseca descubrió el poderoso pegamento que une las manos del lector a un libro. En literatura, esa sustancia se conoce bajo distintos nombres: tensión dramática, suspensión de la incredulidad (Coleridge), dominio del suspenso, emoción narrativa. Una prueba más de estas cualidades salió de la imprenta en el año de 1988, su título era una definición extraordinaria de los sueños: Grandes emociones y pensamientos imperfectos. Un director de cine relata en primera persona los laberintos que recorre para filmar una película basada en la obra del escritor soviético Isaak Bábel, particularmente Caballería roja. Piedras preciosas que atraen la desgracia de sus poseedores, asesinatos habitualmente turbios, entretelones del carnaval carioca, sectas religiosas y delirantes persecucio-nes acompañan el descubrimiento de Bábel y su traducción novelesca al lenguaje cinematográfico, circunstancia que permite a Fonseca deslizar reflexiones sobre cine y literatura, política y literatura, biografía y literatura, literatura y literatura.
En cinco años, Rubem Fonseca escribió tres novelas superiores de la narrativa latinoamericana. Bajo un impulso casi diabólico, en 1990 apareció Agosto, la historia de la crisis política brasileña que condujo al presidente brasileño Getúlio Vargas al suicidio. Agosto es un intrincado thriller político sobre el poder, pero sobre todo una cavilación sobre la justicia. Atrapado en una red de complicidades, Alberto Mattos, un comisario de policía empeñado en hacer justicia en un país carcomido por la corrupción, es el emblema de la debilidad de los principios éticos y de la fuerza misteriosa de la fidelidad a la justicia. Años atrás, otro Matos acompañaba a Vilela a la puerta de la penitenciaria para visitar a un extraño convicto. Así empieza El caso Morel (1973), una meditación sobre los pasajes que comunican al sexo con el crimen y la muerte. En El caso Morel aparece el personaje originario de la obra fonsequiana: el hombre que hace de la investigación policial y los trabajos literarios una indagación sobre la vida pública y los laberintos de la intimidad. A ese linaje pertenecen Paul Méndes, alias Mandrake, en El gran arte; Guedes y Flávio en Bufo & Spallanzani; de nuevo Flávio en Del fondo del mundo prostituto…; el narrador anónimo de Grandes emociones… y el memorialista de Diario de un libertino (2003) donde el narrador afirma:
Siempre he preferido que las personas que conozco no lean lo que escribo, principalmente después de que descubrí que soy una irrecuperable víctima del síndrome de Zuckerman. Así, cuando alguien me dice que leyó todos (en realidad son sólo cinco) mis libros, me dan ganas de salir corriendo. Un colega, escritor poco prolífico, una vez me dijo: “¿Sabes cuál ha sido la mayor tristeza de mi vida? Que mi padre murió antes de ver mi novela publicada”. El tipo sólo escribió una novela, que cuida como una vaca que lame a su cría. Ya hizo varias revisiones del libro, siempre procurando perfeccionarlo. Es un buen tipo, seguramente se pone muy contento cuando alguien le dice que leyó su novela. Quisiera ser como él, apegarme fuertemente a alguna cosa mía. Libro, casa, carro, mujer, dinero.


Otro de los rasgos notables de la obra de Fonseca es la variedad de tonalidades y texturas, la penumbra o la luz meridiana, la oscuridad o el claroscuro.Uno abre una puerta y aparece la sala de un sórdido crimen; la cierra, abre otra y se ilumina una escena de humor magnífico y toques satíricos irrepetibles. Fonseca no es un novelista que escribe relatos sino un cuentista de raza, en la escala de Maupassant y Chéjov, Updike o Capote. Así lo demuestran los catorce libros que ha escrito entre 1963 y 2013. La tensión dramática de los cuentos de Fonseca ha repasado los laberintos solitarios de las grandes ciudades, la política, la violencia, el sexo, el amor, la droga, lamuerte; en unas cuantas palabras: el alocado huracán de las pasiones humanas. Fonseca ha liberado una vez más al cuento. Todo se lo ha per-mitido: el monólogo, el guión, la obra de teatro, el poema, la sátira. El relatofonsequiano es una ofrenda en el altarsubversivo de la forma y una parábolade la libertad artística.
Aunque en esa provincia de sueños desaforados las fronteras son invisibles, el primer ciclo de su obra se cumple en su mayor parte en la vasta zona de la violencia y el mal: Los prisioneros, El collar del perro (1965), Lúcia McCartney (1967), Feliz año nuevo (1975) y El cobrador (1979); el segundo transcurre después del periodo de furia novelística, un estudio transgresor de la vida cotidiana: Romance negro y otras historias (1992), El agujero en la pared (1995), Historias de amor (1997), La Cofradía de los Espadas (1998), Secreciones, excreciones y desatinos (2001), Pequeñas criaturas (2002), Ella y otras mujeres (2006), Axilas y otras historias indecorosas (2011) y Amalgama (2013).
La novela corta, nouvelle en el sentido francés de la palabra, ha sido otra de las zonas donde Fonseca ha fincado su poder narrativo. Este es el género ardiente de las dos novelas que integran Mandrake. La Biblia y el bastón (2006). En el primer relato Mandrake regresa almundo fonsequiano para descubrir al culpable de la desaparición de la Biblia de Maguncia, uno de los primeros libros impresos en la imprenta de Gutenberg. En el segundo relato ha desaparecido el bastón Swaine de Mandrake y con él se ha cometido un crimen.
Fonseca es un crítico social, pero solamente a condición de enmarcar ese gran fresco de la sociedad bajo esta admonición: “Toda gran visión de la realidad es producto de la imaginación. Como quiso Berkeley, una realidad siempre es una realidad de la imaginación”.
