Los impresentables

El alcohol aclara la mente

El hombre con sombrero
El hombre con sombrero Foto: Cortesía del autor

Entró al Club a las diez de la noche y dejó su sombrero en una percha. Sólo un par de jugadores levantaron la vista del tablero y ninguno de los dos pudo reconocerlo. Tomó asiento en la banca más próxima a la puerta y esperó a que alguna de las partidas terminara.

Una señal desde la mesa del fondo le indicó que era su turno. Se dirigió con paso firme a la silla de madera. Su oponente acomodaba las piezas en los escaques iniciales. El hombre tomó el reloj y reinició los cronómetros a cero. Se sentó. Fue hasta entonces que su rival advirtió que quien estaba frente a él era Joseph Henry Blackburne, el mejor jugador del Reino Unido. Nunca lo había visto en persona ni se había cruzado con la única fotografía suya que circulaba en algunas revistas de ajedrez. Fue el fuerte olor a whisky y los ojos encendidos lo que anunció que estaba por jugar contra “la bestia de ojos rojos”.

Antes de extenderle la mano a su oponente, Blackburne soltó las únicas palabras que dirigía a sus oponentes de club.

—Treinta minutos a caída de bandera, por tres chelines.

El joven sabía que, en esta ocasión, tendría que desembolsar tres chelines.

Después del apretón de manos, Blackburne activó el reloj. Jugaba con prisa y parecía que lo hacía de mala gana. Eructaba y gruñía antes de ejecutar sus movimientos. Los desproporcionados golpes que daba al reloj llamaron la atención de los demás jugadores y tan pronto como acababan sus partidas se dirigían a la mesa del fondo.

El joven no duró demasiado. Antes del movimiento 26, apenas a los 18 minutos, el joven sacó de su bolsillo tres chelines y se los entregó. Blackburne salió del club sin mediar palabra con nadie.

Media hora después volvió. Afuera llovía y estaba empapado de pies a cabeza. El joven rival al que había batido ya no estaba.

—Apuesto cinco chelines a que nadie es capaz de vencerme, incluso con ventaja de dos caballos.

Los más ambiciosos se rascaron los bolsillos y uno de ellos, un gordo sudoroso que acababa de ganar una partida, aceptó el duelo. Prepararon el tablero, Blackburne retiró los dos caballos negros y se dieron la mano. Blackburne estaba más ebrio que la primera vez que entró al garito y, sin embargo, lo venció en menos de diez minutos. Se guardó el dinero y se largó.

Pasó otra media hora y Blackburne volvió a entrar, esta vez inconfundiblemente ebrio. Se había corrido la voz, ahora había más de treinta personas esperándolo, entre ellos el mejor jugador del club.

—¡Diez chelines, sin torres!

El primer jugador aceptó la apuesta y se sentaron, rodeados por todos los asistentes, frente al tablero central del recinto. Blackburne sacó las torres del tablero y puso el reloj en marcha.

Ganó. Esta vez le costó un poco más de trabajo y la partida duró poco menos que la hora entera.

—No puedo creerlo —soltó uno de los mirones cuando Blackburne salía del Club.

—¡El alcohol aclara la mente!— gritó desde la puerta, sin volver el rostro.

A la mañana siguiente Joseph Henry Blackburne amaneció dentro de la fuente de la plaza principal. En los bolsillos de su saco llevaba cuatro piezas de ajedrez, dos caballos y dos torres.