Volví a Argentina diez años después de una estancia fugaz. Así la recuerda mi memoria, atiborrada de recuerdos lejanos y descontroladas vivencias etílicas que fueron gran parte de mi semestre de intercambio. Si no es que todo.
En aquel entonces fui una sola vez al estadio con mi querido amigo Mateo, un tipo cien por ciento alegre, de una envidiable sonrisa cálida y aficionado de hueso colorado del River Plate. Le pedí que me llevara a la cancha cuando lo vi en clase con la playera de su equipo. Accedió sin complicaciones. El siguiente domingo encaramos las calles al mediodía rumbo al estadio Monumental, en una mano un choripán y en la otra una cerveza. Antes de entrar me pidió que escondiera dos porros en mis calcetines. No entendí hasta que pasamos el irrisorio control de seguridad que sería nuestro único aliciente, ya que adentro no vendían alcohol.
En el 2023, River Plate estableció un nuevo récord mundial: cuarenta y ocho partidos consecutivos con entradas agotadas. Cuarenta y ocho partidos consecutivos con más de ochenta y cinco mil aficionados en las gradas gritando a todo pulmón. Desde hace más de diez años no entran hinchas del equipo visitante a los estadios de Argentina. Cuestión que hace el récord aún más alucinante: ochenta y cinco mil aficionados de River Plate yendo a la cancha religiosamente. Una verdadera fe inquebrantable.
DOS BOMBAS EN SAN LORENZO
El Papa Francisco falleció cinco días antes de mi llegada a Argentina. Naturalmente, el mejor homenaje ocurrió en la cancha de San Lorenzo —el nuevo Gasómetro—. El Papa era cuervo desde que estaba en la cuna. Al inicio del partido, mientras Mateo y yo nos bañábamos en un sol resplandeciente, desplegaron en una de las cabeceras un trapo conmemorativo con su cara junto al escudo del equipo. En la cancha pusieron una estatua a tamaño real con una bufanda del club. Junto a las banderas azulgranas, ondearon otras blancas y amarillas, y lanzaron bengalas de humo del mismo color en alegoría al Vaticano.
Para mi sorpresa, a diferencia de las canchas en México, había muchas mujeres en las gradas —incluso algunas solas—, coreando las canciones de la hinchada. Y desde ahí también vi clarito cuando lanzaron al campo de juego dos bombas de estruendo, que cayeron justo al lado de los jugadores del equipo visitante mientras festejaban su victoria en el último minuto, y cómo caía un jugador herido.
Tras el estallido de las bombas, Mateo y yo salimos apresurados. “Se pudrió todo, boludo”, me dijo mientras esquivamos un par de broncas entre los mismos aficionados de San Lorenzo. En parte, era la frustración por la derrota. Pero aún más por el reciente escándalo del presidente del club que salió en video recibiendo fajos de billetes para fichar jugadores. Iba nervioso mientras caminábamos apresurados hacia la salida. No sabía qué dimensiones podría tomar esa podredumbre. Finalmente llegamos a la larga avenida General Francisco Fernández, del otro lado de una de las villas más peligrosas del país, en donde tomamos un taxi. En el camino, entre risas, Mateo me dijo: “Bienvenido al futbol argentino, güey”.

EN EL 2023, RIVER PLATE ESTABLECIÓ UN NUEVO RÉCORD MUNDIAL: CUARENTA Y OCHO PARTIDOS CONSECUTIVOS CON ENTRADAS AGOTADAS
EL SUPERCLÁSICO ARGENTINO
Al día siguiente, rumbo al superclásico argentino (River Plate vs. Boca Juniors) nos topamos antes del mediodía con un señor en la calle. Yo iba con Mateo y sus dos hermanos. Cuando vio nuestras playeras nos dijo: “Soy del rojo, pero mi vecino cornudo es de Boca y empezó el asado desde las 11 de la mañana. Ojalá que gane River para cantárselo en la cara”.
Antes de subirnos al camión rumbo a Núñez, nos bajamos el vermut con limón y soda que preparó Mateo en una botella cortada de plástico. Yo me fui con Keno y Agus, amigos del hermano mayor de Mateo, quienes también tenían lugar en la popular, detrás de una de las porterías, en donde me habían conseguido un boleto. Tras varios controles de seguridad, más estrictos de lo que recordaba, entramos a la cancha una hora y media antes del inicio. Aquello ya estaba a reventar.
Para mi fortuna, Keno logró meter fernet en una botella de plástico apachurrada entre sus huevos. Compramos un par de cocacolas para mezclarlas y hacer más amena la espera. No quise tomar de más, porque tenía que cruzar un tumulto de gente para orinar y no quería perder mi lugar, ni un segundo de la experiencia. Arrancamos con brincos y cánticos media hora antes del pitazo inicial, cuando los equipos salieron a calentar. Incluso siendo el principio, me pareció mejor que cualquier otra hinchada que he visto en México. Tenían mejores canciones, muchas más voces, y un sentimiento de entrega casi indescriptible.
Lo mero bueno comenzó cuando la pantalla mostró a los jugadores ya vestidos y listos para saltar a la cancha. El recibimiento fue espectacular. Junto a otras ochenta y cinco mil voces, fuegos artificiales y bengalas rojas, coreé: “River, mi buen amigo / Esta campaña volveremos a estar contigo / Te alentaremos de corazón / Esta es tu hinchada que te quiere ver campeón”. Sentía que mi voz llegaba directo al ánimo de los jugadores. Fue un sueño hecho realidad, de los que erizan la piel y causan un alboroto en el alma.
El partido lo vi desde el lugar en el que la multitud me ponía. A veces más cerca del banderín, y otras de la portería. En algunas canciones tocaba saltar, y en otras agitar los brazos. Eso sí, siempre puteando a los de Boca Juniors, por rajones, maricones, hijos de puta, débiles, malos perdedores, bolivianos, y hasta por ser cuates de la policía: “Che bostero vigilante / Vos corres en todas partes / Sos amigo de la yuta / Vos sos un hijo de puta / Aaaaaaay ay ay ay / A la boca la vamoo a quemar…
Ver a River Plate ganarle a su acérrimo rival con un golazo incluido de un jugador de diecisiete años fue un deleite futbolístico inolvidable.
LA BANDA PESADA DE LINIER
El lunes por la noche, antes de las ocho, fuimos en el coche de Mateo hacia Liniers, un barrio al oeste de la ciudad. Jugaba Vélez como local contra Gimnasia de la Plata, equipo de los amores de Juana, la novia de Mateo.
Estábamos agotados, para Mateo y yo, dos futbolísticas al hilo. El cuerpo nos pedía descanso. Mateo compró las únicas entradas disponibles en la platea alta. No sólo caminamos varias cuadras desde donde estacionamos el coche, también tuvimos que subir una serie de escaleras que nos supieron eternas. Esperábamos entonces que al menos el partido resarciera el cansancio. No fue así.
Secretamente apoyamos al Lobo
—como le dicen a Gimnasia de la Plata. Digo secretamente porque si alguien descubría que no éramos del equipo local, nos cagaban a palos. En todos los estadios aplica la regla “únicamente locales”. Aún así, dejó mucho que desear; más que lobo, lobezno. Tampoco Vélez dio un partidazo.
Era mi cumpleaños. Si bien no hubo pastel ni velas, tuve un mejor regalo: un golecito al último minuto. De esos que se cantan con la garganta quebrada y los ojos cerrados, como desahogo de una frustración acumulada. Valió la pena el cansancio, pensé, tras celebrarlo con enjundia, y traicionar en mis interiores al equipo visitante.

¡AGUANTE NIULS, CARAJO!
Salí rumbo a Rosario el martes por la mañana. Me despedí de Mateo. Mi camión partió pasadas las nueve de la mañana. Iba a un partido de Newell´s —lo pronuncian “Niuls”. Me consiguió entrada Javier, mi amigo virtual, a quien conocí a través de su Newsletter
en Substack. Conectamos aún más porque ambos seguimos a un club rojinegro. E incluso ambos compartieron jugadores —Óscar Ustari, Eduardo Berizzo, Jorge Achucarro, el grandísimo Bruno Marioni, y el infame Gonzalo Marioni, por mencionar algunos— y a Marcelo Bielsa como director técnico. No cualquiera.
Por sus escritos supe que era un férreo hincha leproso —les dicen así por un partido de beneficio que jugaron en 1920—, conocedor de su historia, y al igual que yo, víctima y sufridor constante de sus derrotas. Nos encontramos y conocimos en persona unas horas antes del partido, en una tarde cálida del inicio de verano.
Entré a las gradas con el carnet del hijo de uno de sus amigos, un tal
Manuel Monsalve. Javier me recomendó aprenderme los números de su DNI —lo equivalente a la INE—, mismos que tuve que recitarle a un policía al ingresar mientras fingía tener la cara de otra persona y un acento rosarino. En la tribuna popular, una estructura de concreto de varios niveles sin asientos, encontramos lugar casi en la esquina, detrás de una portería.
Ganó Niuls dos a cero contra Huracán. Una victoria inesperada para la desastrosa temporada del equipo. Acordamos entonces que mi presencia en el estadio fue cábala. Así que no tengo más remedio que volver pronto.
LA PATERNAL
Tomé un taxi el viernes a mediodía rumbo al estadio Diego Armando Maradona para el encuentro entre Argentinos Juniors y Estudiantes de la Plata. Fue el único partido al que fui solo. Cuando el taxista supo a dónde iba empezó a cantar: “Yo te quiero Paternal y no me importa lo que digan / Los putos del Calamar, los periodistas, la policía / Vayas adonde vayas esta es tu hinchada que siempre alienta / Con un papel, con mucho alcohol y fumando marihuana”. Era hincha de Argentinos. Si bien su equipo era líder del torneo, me dijo que no jugaban bien, que en los años ochenta eran verdaderamente imparables. Le caí tan bien —quién sabe por qué— que me regaló una barra de cacahuate al dejarme en la taquilla, en el barrio de La Paternal. Esperé bajo el sol casi una hora para comprar un boleto en la única platea disponible.
El estadio, aunque pequeño y con butacas bastante reducidas, atiborrado eso sí, me supo hogareño. La grada detrás de una de las porterías era tan pequeña que se veían las casas del barrio, a las que les cayeron varias pelotas de los jugadores visitantes que salieron sin tino. Me sentí en un ambiente familiar, sin que con ello perdiera fogosidad, ni los presentes olvidaran las obligadas puteadas al rival y a la policía, y el orgullo de fumar tantísima marihuana.
Ganó Argentinos Juniors por paliza. Maradona estaría orgulloso. Yo estuve más orgulloso porque, entre el público, identifiqué a un ex jugador de mi equipo, el Atlas de Guadalajara. Resulta
que su sobrino era defensa lateral de Argentinos Juniors. Platicamos unos minutos, y nos tomamos una foto. “Aguante eh, siempre para delante”, me dijo cuando me despedí.
SE CAE EL ESTADIO
Cerré mi atasque futbolístico en el Monumental. Mi templo por excelencia. Era el último partido de la temporada y River se jugaba la posición para cerrar los siguientes partidos de local. Para conseguir un boleto me hice socio de River Plate. Aunque suene romántico, sólo tuve que pagar una cuota. Únicamente había lugar en la zona techada, la más “pipirisnice” del estadio. Contrario al domingo anterior, ahora tenía un asiento asignado. Un lujo necesario después del recorrido que había hecho en los días pasados.
Mis amigos y yo repetimos el ritual de cancha al pie de la letra. Nos encontramos unas horas antes cerca del estadio. Compramos varios latones de cerveza que bebimos en la banqueta, y ellos quemaron hierba.
Salvo el grupo de extranjeros que se sentó frente a nosotros, me sorprendió que incluso los aficionados más fresas también alientan al equipo como si fueran barristas.
Confieso que en algún momento me sentí agotado. Pero valió la pena. No sólo porque River Plate ganó por goleada, también porque el cielo entero se cayó, y junto a él, se vino abajo la tribuna. Los cánticos opacaron los truenos. Llovía a cántaros sobre miles de personas que saltaban sin parar, con una pasión desbordada, inagotable: “A los jugadores les pido que dejen la vida / Cuando yo me muera te voy alentar desde arriba / Se viene la banda del River / Se viene la banda del River / Se viene la banda del River al Monumental”. Así retumbó el estadio quince minutos, en medio de la tormenta eléctrica.
Cuando voy al estadio en México y llueve, terminó apachurrado en los túneles, resguardándome con el resto de los asistentes del aguacero. Si voy con algún amigo, aguantamos un poco más que el promedio. Nos repetimos que no estamos hechos de azúcar. Pero eventualmente terminamos debajo de un techo. Lo cierto es que nunca en mi vida había visto lo que sucedió en el estadio de River Plate. Ochenta y cinco mil personas empapadas, saltando sin parar, cantando cada vez más fuerte, como si su voz fuera uno de esos muñecos que crecen con el agua. La cereza del pastel de mi penitencia. El aliento argentino en su máxima y más pura expresión.
El lunes volví a México. Drenado de adrenalina, y con una notable sobredosis de futbol. Satisfecho de haber logrado mi cometido. Redimido de todos mis pecados pasados. Desde entonces he recibido invitaciones para ir al estadio. Todas las he rechazado. No estoy listo para bajarme del encantamiento de mi experiencia. No sé cuándo lo estaré. De lo único que estoy seguro es que ninguna visita al estadio será igual. Una vez que pruebas el futbol argentino, que degustas sus entrañas y nadas entre sus tripas, no hay
marcha atrás.


