Si sumo mis estancias en el país desde 2014, he pasado un año de mi vida en mi querido México, pero no fue hasta la anterior edición, con España como Invitada de Honor, que pude conocer por fin desde dentro la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Aunque no lo hiciera como autor, a pesar de presentar la edición mexicana de mi novela aquella misma semana en un local tapatío, sino como profesional de los oficios del libro, me bastó para cobrar conciencia de la dimensión del mayor evento del negocio editorial en español, muy distinto a la Feria del Libro de Madrid, en la que trabajo desde 2013. También tuve oportunidad de compartir experiencias y opiniones con autores, editores, amigos y colegas mexicanos, españoles y de otros países de habla hispana, desmitificar unas cuantas cosas, bajarme de varias nubes como escritor y, al final, llevarme una duda en mi viaje de regreso a la Ciudad de México: ¿qué espacio queda en realidad para el puro descubrimiento literario en la vorágine de la FIL?
Al saber que Barcelona, mi ciudad natal, iba a ser en estos días la nueva Invitada de Honor, volví a hacerme la misma pregunta, me puse en los zapatos de los lectores mexicanos y pensé en escribir este artículo con la intención, quizá la única de verdad importante en todo esto, de ayudarles a descubrir un puñado de lecturas valiosas. Y en este caso no hablamos de una literatura nacional, sea la española o la catalana, sino del imaginario y el acervo de un espacio urbano concreto, de las perspectivas y miradas que construyen la representación de una ciudad en la literatura, y de los elementos que definen la voz y la identidad literaria de esa ciudad. No haré escrutinio de la poesía, el ensayo y otros géneros, ni tampoco un sesudo inventario general, y me centraré en la narrativa, que es mi terreno natural como autor y mi campo de trabajo como crítico y docente, y en particular en la de las últimas décadas, con la esperanza de que el próximo 8 de diciembre, una vez bajado el telón de la FIL, varios de esos libros hayan llegado a nuevos lectores.
SI HAY UN GÉNERO EN PARTICULAR EN EL QUE HAN SOBRESALIDO VARIOS ESCRITORES DE LA BARCELONA URBANA DESDE HACE DÉCADAS ES, SIN DUDA, EL CUENTO
¿LA GRAN NOVELA DE BARCELONA?
Entre las playas y los ríos que antaño —antes del maquillaje olímpico para el 92 y, desde luego, mucho antes de la atestada postal turística de hoy en día— fueron poco más que descampados y vertederos, del Mediterráneo al Besós y el Llobregat, muchos autores han tratado de pescar “La Gran Novela de Barcelona”. Salieron de aquellas aguas varios intentos fallidos en lo literario, pero comercialmente “exitosos”, como los de Zafón o Falcones, pero también un puñado de obras que, por suerte, forman ya parte de la verdadera construcción literaria de la ciudad. Su cronista más genuino en la ficción fue Juan Marsé, con Últimas tardes con Teresa (1966), pero también en otras novelas no tan recurrentes, como Ronda del Guinardó (1984). Antes, Carmen Laforet había bosquejado una Barcelona muy personal en Nada (1945) y, por supuesto, Eduardo Mendoza aportaría más tarde otra piedra imprescindible al edificio con La ciudad de los prodigios (1986).
En catalán, la gran obra de referencia es, sin duda, La plaza del diamante (1962), de Mercè Rodoreda, autora de talla universal y nunca lo bastante conocida en otras latitudes, con obras maestras del calibre de la inconclusa, modernísima y póstuma La muerte y la primavera (2017), que recibió una excelente traducción al castellano. En nuestro idioma común, uno de los últimos empeños novelísticos en explorar Barcelona con cierta altura literaria fue la trilogía El día del Watusi (2002-2003), de Francisco Casavella, pero también la novela negra, que en buenas manos trasciende las fórmulas del género y traza un mapa social certero, ayudó a levantar la trastienda de la Barcelona literaria tras su fachada comercial, sobre todo gracias a Manuel Vázquez Montalbán y a su detective Pepe Carvalho, a través de novelas, cuentos y hasta libros de cocina durante casi tres décadas.

La prosa en catalán parecía haber tocado techo en el primer tercio del siglo pasado, con libros como la novela Solitud (1905), de Caterina Albert —bajo el seudónimo de Víctor Català—, y el dietario El cuaderno gris (1966), que Josep Pla escribió entre 1918 y 1919. Se trata, sin embargo, de dos autores del Ampurdán, muy lejos de la capital catalana en varios sentidos, y con esa misma condición de periferia se escribieron mucho más tarde otras grandes obras como la novela Camino de sirga (1988), de Jesús Moncada, natural de la Franja aragonesa catalanoparlante. Sin embargo, si hay un género en particular en el que han sobresalido varios escritores de la Barcelona urbana desde hace décadas es, sin duda, el cuento. Empezando por el maestro Pere Calders, quien publicó la novela La sombra del maguey (1963) al regresar de su exilio en México, pero es conocido ante todo por sus cuentos breves, siempre entre la ironía y el absurdo. Por así decirlo, sus dos discípulos más aventajados son Quim Monzó y Sergi Pámies, que en las últimas décadas han reunido ya una obra muy singular, con títulos ineludibles como El porqué de las cosas (1993) o Si te comes un limón sin hacer muecas (2006). Y, desde luego, el cuento también ha tenido a grandes autoras en castellano, desde Ana María Matute y Los niños tontos (1956) a Cristina Fernández Cubas, a quien volveré a referirme más adelante.
LA CIUDAD ENSIMISMADA
Para el lector en español de cualquier país que ande más o menos informado, Barcelona es también la ciudad del “Boom”, un artificio comercial de la poderosa agente literaria Carmen Balcells, una etiqueta que podría ser bastante más cuestionable si no fuera por una realidad palmaria: el irrepetible caudal de talento que, desde los años sesenta, supo reunir al abrigo de esa operación editorial con gigantes de las letras en nuestro idioma como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar o Carlos Fuentes. Pero Barcelona, con su periferia, fue y sigue siendo algo más que lugar de paso, aprendizaje y trabajo para un gran número de escritores latinoamericanos, como Roberto Bolaño, quien se bregó con la escritura y la vida en los márgenes mucho antes de que las grandes editoriales repararan en él como la nueva gallina sudamericana de los huevos de oro.
Para bien y para mal, la edición suele necesitar de la burguesía, y los apellidos ilustres de aquellos años, como Barral, Tusquets o Herralde, fueron esenciales no sólo para la cultura de Barcelona, sino como pilares de lo que, paradójicamente, acabaría siendo la ciudad catalana: la capital literaria e industrial de la edición en español. Muchos lectores y autores le debemos buena parte de nuestra formación a esas editoriales, hoy absorbidas por el mastodonte de Planeta —caso de Seix Barral y Tusquets— o con Anagrama bajo la tutela de la italiana Feltrinelli, pero otros burgueses ilustrados dejaron un legado impagable, como hizo Jaume Vallcorba con el sello catalán Quaderns Crema y, sobre todo, Acantilado, que a pesar de su volumen de facturación y su peso específico en nuestro idioma, gracias a la labor de Sandra Ollo sigue siendo una editorial independiente. Hay sellos que también lo son desde sus inicios, como Libros del Asteroide o Blackie Books, que han crecido mucho desde hace años, y otros, como Sajalín, que mantienen un nivel de calidad muy alto, aunque todos ellos están, con excepciones, más centrados en la traducción que en la producción local. Entre las catalanas, L’Altra, Periscopi y otras destacan por su catálogo equilibrado y coherente, pero entre todas mantienen bien tensado el entramado editorial, que a veces peca de rodillo apresurado contra las devoluciones y de círculo viciado, pero por el que se siguen filtrando, por suerte, grandes libros.
BARRAL, TUSQUETS O HERRALDE FUERON ESENCIALES NO SÓLO PARA LA CULTURA DE BARCELONA, SINO COMO PILARES DE LO QUE, PARADÓJICAMENTE, ACABARÍA SIENDO LA CIUDAD CATALANA: LA CAPITAL LITERARIA E INDUSTRIAL DE LA EDICIÓN EN ESPAÑOL.
A la peor cara de ese engranaje, a su velocidad y su endogamia, contribuye a menudo la prensa, en especial la que guarda una relación directa con los grandes grupos editoriales, por lo que no resulta extraño dar con un reputado periodista que, de repente, igual que han hecho varios políticos catalanes sin demasiados reparos —Pilar Rahola, por ejemplo, de diputada a tertuliana televisiva y Premio Ramon Llull sin despeinarse—, decide comenzar una “carrera literaria” con tan buena fortuna que, vaya por Dios, acaba “ganando un prestigioso premio” en una de esas mismas editoriales, “imponiéndose a cientos de originales recibidos” y, en fin, ya saben, el resto de la comedia. Lejos quedan los años del periodismo libertario y mestizo, como el de la revista Ajoblanco, y hoy, más que nunca y salvo honrosas excepciones, la prensa dizque cultural de Barcelona se ha convertido en una especie de dócil extensión de los grupos mediáticos. Para abundar en todas estas miserias con un buen guía, recomiendo leer Personaje secundario, las lúcidas y valientes memorias del editor y traductor Enrique Murillo, quien conoce como nadie los entresijos de su oficio, y que acaba de publicar en Trama. Creo que Murillo no estará en la FIL, pero su libro seguro que sí. Búsquenlo.

LIBROS, ROSAS Y ESPINAS
Barcelona, a pesar de todo y más allá de la hermosa pero a veces asfixiante Diada de Sant Jordi, que cada 23 de abril llena de rosas, libros y multitudes el centro de la ciudad, conserva todo el año un saludable tejido de librerías, que es la otra piedra angular del asunto. Nuevas y veteranas, generalistas y especializadas, grandes y minúsculas, en castellano y en catalán —o cada vez más en inglés, ay, para tener contentos a nuestros particulares “gringos”, ya estén de paso o gentrifiquen a conciencia—, la Barcelona librera tiene sus achaques y algunos negocios han de echar el cierre, pero el lector puede perderse a gusto entre los anaqueles de Finestres, Documenta, Altaïr, Norma Comics, Ona, Fahrenheit 451, Nollegiu, Casa Usher y tantas otras con la grata sensación de que la ciudad sigue leyendo, y mientras eso suceda, todo lo demás tendrá sentido.
Con tantos libros a mano, la espina con la que uno se pincha los dedos es la misma que me llevé de mi primera visita a la FIL: ¿qué margen queda al final para el genuino descubrimiento literario ante la constante avalancha de títulos? Porque en casi cualquiera de esas librerías, como sucede en las de Guadalajara o Ciudad de México a lo largo del año, encontraremos más o menos los mismos libros, esos ubicuos “fenómenos editoriales” que no siempre tienen el filtro de un auténtico librero que sepa o pueda —el rodillo editorial, literalmente, les pasa a menudo por encima— hacer una buena curaduría. Por suerte, a veces esos fenómenos no son sólo editoriales y hay literatura interesante detrás.
Pienso en algunas novelas de los últimos años, como la polémica e incisiva Lectura fácil (2018), de Cristina Morales, en castellano, y en las de algunas autoras catalanas, como la intensa y afilada Permafrost (2018), de Eva Baltasar, o Canto yo y la montaña baila (2019), de Irene Solà, un texto audaz y poético. No me consta que acudan este año a la FIL de Guadalajara, pero sí hay otros nombres que merecerá la pena buscar entre su nutrida agenda de pláticas, presentaciones y eventos.
Como cabe esperar, y aparte de Joan Manuel Serrat, los dos grandes protagonistas de la feria serán Eduardo Mendoza, flamante Premio Princesa de Asturias por toda su obra, y Javier Cercas, que desde la notable Soldados de Salamina (2001) goza de un favor mediático al que, con el tiempo, no ha terminado de corresponder su literatura. Quizá no tan conocidos por el público mexicano son el gran dramaturgo Sergi Belbel, el veterano maestro de la novela negra Andreu Martín, la excelente novelista Clara Usón, el inteligente narrador Jordi Puntí, el escritor todoterreno Gabi Martínez, y, sobre todo, la mencionada Cristina Fernández Cubas, quien, con permiso de toda la comitiva oficial y sus invitados, me parece la escritora de mayor calado literario en esta FIL, como podrán comprobar los lectores con cualquiera de sus libros de cuentos publicados en Tusquets.
Y por esa misma editorial cierro con el apartado de ausencias, otra espina en la cuenta, como las de Javier Pérez Andújar y Juan Trejo, con Paseos con mi madre (2011) y Nola 1979 (2024) entre sus mejores títulos. O la de Ignacio Martínez de Pisón, nacido en Zaragoza pero otro gran cronista de Barcelona en la ficción. O las de los marroquíes Najat El Hachmi o Youssef El Maimouni, que escriben también en catalán. Y las de al menos un par de autores de Candaya, una editorial independiente que lleva años de trabajo encomiable y tiene en su catálogo a otros escritores barceloneses de adopción, como el extremeño Álex Chico y el sinaloense Eduardo Ruiz Sosa, quien, como su compatriota Yuri Herrera, se hace cada vez más grande en la distancia.


